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ISSN 1989-4163

NUMERO 15 - SEPTIEMBRE 2010

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Marcelo Arbillaga

Diego Golombek es crono biólogo. Uno de los pocos especialistas del país dedicado a estudiar el denominado “reloj biológico” .Es profesor de la Universidad de Quilmes. Dice que el reloj biológico está ubicado en una pequeña parte de nuestro cerebro, muy cercana a la terminación nerviosa que proviene de los nervios ópticos. O sea de nuestros ojos. Explica que está guiado por la luz y por el día solar.

El científico a demostrado, inclusive con experiencia de campo en la mismísima Antártida Argentina que los pingüinos también se rigen por ese mismo reloj para su vida diaria y sus ciclos reproductivos.

A raíz del inminente cambio de horario propuesto por el gobierno nacional, explica que el organismo tarda un tiempo en adaptarse y esto se traduce en cansancio generalizado, desatenciones y hasta riesgo en la conducción. No descarta un alejamiento mayor en el uso horario original para nuestro país e inclusive alienta el análisis de la utilización de “dos” usos horarios para la argentina. Del que dice que no solo es un país largo sino bastante ancho como para estudiar esa idea.

La explicación más inquietante que enuncia el académico es sobre aquella extraña sensación que nos embarga cuando pasan los años. Esa que el tiempo se acelera y nuestros días, meses, y años pasan más rápido. Dice que es una sensación perfectamente cierta y basada en algunas funciones cerebrales que introducen en nuestra mente la noción de la finitud, el “The End”, una especia de alarma que nos indica sutilmente que el tiempo se acaba y que nos convendría acelerar nuestro ritmo habitual si es que queremos obstinadamente cumplir con las metas que nos hemos propuesto.

Los niños y los jóvenes, dice, aún no han terminado la formación completa de ese mecanismo; por ende se sienten inmortales y con todo el tiempo del mundo.

Me pareció descortés insistir con una teoría más simple. Menos elaborada. La verdad es que odio las explicaciones científicas, desprovistas de toda magia y misterio. ¿Todo está en el cerebro? ¿Todo son sustancias químicas? ¿Será cierto que los desengaños más sufridos y letales sólo fueron endorfinas ardientes y terminales nerviosas activadas a intervalos precisos?

Es francamente imposible que el “amor” quede como espina en mi corazón durante años solo gracias a una sustancia química.

Creo en el espíritu santo. Creo en mi alma. Desconfío de mi cerebro. Es francamente imposible que el placer de tenerte a mi lado se deba a una sustancia. ¿Y la culpa? ¿Y el arrepentimiento? ¿Y la desesperación caliente de sostener tu mano mientras te morías?

La fe sana. La fe te trajo inmaculada y noble ante mi presencia.

La noción de Dios no puede estar inducida por una parte ínfima de unas células específicas. Los ojos de mis hijas, su alegría y su inocencia son de otro origen, tienen otra explicación. Es la fuerza de la vida. En algún momento se abrió camino y brotó algo más allá. El espíritu que rige todo. La esencia de las cosas.

Cuando todo termine, inexplicablemente, señor científico, quedará brotando por entre las piedras y los bosques una fuerza descomunal que dará testimonio inequívoco de que estuvimos vivos.

 

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