[Escójase una cita significativa del sentido general de la obra elegida –mejor aún, si es recurrente, como la de Carlos Fuentes con que se abre la novela-] “(…) apenas se repite, lo extraordinario se vuelve ordinario, y apenas deja de repetirse (…)”, [y conviértase el primer párrafo de la reseña en una glosa de la misma, que –como en Guía de Mongolia- anticipe la complementariedad entre realidad y ficción como eje de la obra comentada.]
[Como segunda opción se puede echar mano de alguna cita colateral –coliteral, dirá inevitablemente Hernández-, a modo de disparador crítico, que permita –por fas (o fax) o por nefas- traer a cuento –nunca mejor dicho, dirá inexorablemente Hernández- algún autor suyo de cabecera que le permita, por ejemplo, una digresión sobre locura y libros, como Leopoldo Mª Panero] “(…) ¿Alguien ha visto alguna máquina de escribir en un psiquiátrico? (…)” [(p. 77, con posibilidad de extender la cita a p. 78, más ilustrativa.)]
Conéctese, a continuación, el juego “extra/ordinario” con la variedad del Realismo, lo que permitirá desplegar todo su abanico, como quien no quiere la cosa, pasando lista a las varillas –dando la varilla, estaría tentado de decir Hernández- de lo extraordinario:
del realismo mágico [legitimado por Fuentes –abúsese de la dilogía fuentes literarias-] del “cadáver de Mercier” o del “sueño de Garten” [con alusión inexorable a Cunquiero o Perucho, entre nosotros] y las alusiones al bosque mágico, las apariciones “a orillas del Drina” [cita obligada del pro-serbio Peter Handke, cada vez que se drene el Drina] o la realidad virtual [explótese la paronomasia holograma/drama] de la ciudad Potemkin; al realismo maravilloso [a lo Calpentié, citado si cupiera], con su componente religioso –ortodoxo, protestante, budista [ocasión que se aprovechará para caracterizar a algunos personajes], que bien podría calificarse de teología fantástica [si ello no es redundancia]
o fantasía acientífica [explórese el retruécano ciencia ficción/afición a la ciencia, antes de aludir a los apócrifos de Vacío perfecto de Stanislav Lem, la paráfrasis friki de cuyo título servirá de título a la reseña, con la pretensión espuria de hacerse eco del espíritu de Guía de Mongolia, tomando como pretexto al húngaro Béla Hamvas citado en ella]; para concluir ubicando a Basara bajo la férula del realismo extraordinario serbio como uno más de la innumerable prole putativa de los discípulos de Milorad Pavić [y cuyo Diccionario Jázaro citará inexorablemente Hernández en toda reseña literaria serbia].
[Situada la obra, con el auxilio de erudición predeterminada, en su corriente realista y cuando ya ha cubierto el espacio de una reseña estándar –burla burlando vaya un folio-, a Hernández le quedaría por elegir el orden de aparición de cuatro ítem inexcusables: la peculiaridad del género literario; estructura; sátira del comunismo; y el estilo grotesco.]
[Como la categoría estética de lo grotesco es el visor desde el que L.A. (Confidencial) Hernández enfoca el hecho literario y, antes de que enjarete al lector la clasificación del grotesco según sus dos evangelistas canónicos contemporáneos –el carnavalesco ruso de Bajtin y el nihilista alemán de Kayser-, cita obligada en cualquier reseña suya, para agavillar los restantes ítem de la reseña, allánese el terreno con la zarandaja estructural:]
Relato múltiple –que no suma de relatos-, Guía de Mongolia podría clasificarse dentro de ese subgénero narrativo de la postmodernidad, rebosante de títulos, que es el “relato inclasificable”, que supera la barrera de los géneros -sin discriminación de género-, y es fruto de la re/degeneración serbia –cuyo correlato es la desintegración de Yugoeslabia: “primero se desintegran las novelas y luego el Estado” (p. 132)-, y que aunará novela, ensayo y diario –al modo centroeuropeo- sub specie metaliteraturae [latinajos, a veces parafrásticos o contrafactuales, síntoma de la deformación profesional del crítico, a la sazón profesor de lengua y literatura, que se resiste a que la profesión vaya por dentro].
Y es que [conector explicativo muy del gusto de Hernández] la Guía es la crónica de un viaje a Mongolia que, en el ecuador de la historia, resulta ser imaginario –revelación al autor-narrador por boca de Joseph Kowalsky, personaje suyo, que lo psicoanaliza desde dentro del sueño [paradoja de M. C. Escher o mundo imposible -por hacernos eco de U. Eco- este del sueño dentro de la pesadilla de Van den (Kinder) Garten onírico (p. 99)], antes de volver a la vida cotidiana del autor que tiene una novela empezada en el cajón –autorreferencialidad de la autoficción postmoderna, al estilo del -iba a decir “nuestro”- muy suyo Vila-Matas], y atrapa al lector en la reflexión meta-literaria, con voluntad de realidad: “Quería que mi libro, en su segunda parte, fuera un trabajo científico, (…)”; “Tengo la idea fija de que la prosa debe convertirse en ciencia. Aún más: (…)”, (p. 89) [cita en que es de obligada alusión el factual de Arcadi Espada, periodista de cabecera del crítico], exprimiéndolo en las dos mitades de un fruto imposible –la media naranja de la realidad y el medio limón de la ficción [esto es cosa mía; no es literal: si no, iría “entrecomillado” o en cursiva]-, una vez que [obsérvese la táctica del enchorizamiento sintáctico del crítico que hace pasar su engrudo aditivo –o de adicción- por mero nexo hipotáctico]se ha especulado sobre el pilar de la narratividad: bergsoniano desajuste en el tiempo interno y externo o el tempo lento/rápido/real de un apócrifo escritor magiar, desactivando el mecanismo temporal de relojería de la literatura realista convencional.
[Y sígase, a continuación, para quitar ya el cuidado, por el anticomunismo de la Guía –quien haya sido, como Hernández, compañero de viaje del totalitarismo no desperdicie este pellizquito de monja-, antes de conectarlo en un previsible bucle con lo grotesco:] Y [obsérvese la contumacia en la (h)ilativa], como hija de su época, la Guía de Mongolia rezuma una fantástica [en su doble sentido] sátira del socialismo real, por partida doble, en dos frentes: el comunismo como ascético sufrimiento religioso con su falsa moral –la hipocresía sexual- y su materialismo pedestre y arbitrario –en las ejecuciones sumarias de los meteorólogos-, en la Mongolia de destino; y la deshumanización del ser humano –“larva, muñeco, …”- en la Yugoslavia natal del autor, donde el Estado se infiltra hasta en los sueños –vid. el inspector de sueños Stross de Pieza única, obra de Milorad Pavić- para destruirlos –y “la literatura serbia acabará siendo una organización paramilitar”-, y sin otro motor de la búsqueda literaria que el “eterno femenino” desde su natal Bajina Bašta –ineludiblemente asociada, por etimología popular, a la ‘vasta vagina basta’“de la chica de enfrente, cuya anatomía asimila con el MIG 21” (pp. 96-97)- ni otro pasaporte que la incorrección política de un autor que se declara “ajeno al Estado”, dando el salto cualitativo a un socialismo mágico, tragicomedia comunista –al estilo de las de Mijail Bulgákov- en que se aúnan “el humor y el horror” –“(…) me había jurado que todos mis libros hablarían del horror, si era posible, de forma divertida”, (p. 45)-, en un estilo que recicla [no digas, lector, que no estabas avisado] el terror del grotesco nihilista -Kayser-
en la alegre materia del grotesco del carnaval -Bajtin-, en su dialéctica síntesis grotesca.
ÉSTE ES EL TÍTULO, PERO TENÍAMOS MÁS o GÜIJA DE MONGOLIA, ETC.
Muestra de epígrafe para dar salida a ocurrencias irrenunciables que no encajarían en una crítica así y que, como recapitulación, ofrece su síntesis, quod demostrandum erat.
Un/a editor/a avisada se conformaría con esta conclusión como texto de contracubierta.
[Ruptura de la dualidad realidad-sueño (novela o delirio, vida y muerte), por mor de la inversión grotesca de un mundo al revés que hace de la vigilia algo extraordinario –así, subirse por las paredes, aguantar la respiración durante meses o dormir de pie durante la escritura…- y del sueño, una ordinariez -…del viaje a Mongolia-; con/fusión de realidad con la ficción que hace posible, tras una espiral/helicoidal meta-literaria, el acceso a una suprarrealidad de raigambre surrealista –limbo de todos esos espiritualistas que asisten a la Güijade Mongolia [obsérvese que, por una paronomasia, L. A. Hernández es capaz de forzar hasta el xenismo ouija para acomodarlo como vulgar préstamo en busca de la etimología popular que lo religue a Guía] o vacío perfecto de “ateos y estructuralistas”, en una hibridación grotesca en que los extremistas se tocan, que con todos los tics/TOCs de la postmodernidad –autoficción autorreferencial, intertextualidad y metaliteratura- y, con el guiño final de un pulso entre sueños que se apoderan de los personajes -la carta del misionero holandés errante a Nuestro hombre en Ulan Bator a propósito del cónsul Chuck bajo el Gengis Khan-, avalan la condición ficticia de la realidad, su condición de limbo ferpecto –cítrico correlato paródico de Lem para la chapuza de esta vacuidad que es la existencia-, bajo la inscripción de Fuentes al pie de la Guía,convertida en bisagra estructural –gozne de lo extra/ordinario- que hace de novela su glosario meta-narrativo.]
Obsérvese que el culo de pollo inductivo que rebaña las sobras del aguacero de ideas de esta crítica –más propia, por cierto, de un epílogo para el lector que conozca la obra que del prólogo que pudiera invitarlo a leerla- participa, igualmente, del estilo grotesco por cuanto machihembra el culto academicismo con muestras de la cutre-cultura pop y la línea chunga –la recurrencia a Álex de la Iglesia o la revista El Jueves- en un intento de reflejar el sincretismo grotesco de la Guía,a la vez que conjura el espíritu de la obra en la ouija del comentario de texto sobre una guía de lectura en busca, más que de una derretida deconstrucción, de la reconstrucción metacrítica de la metaliteratura del texto.
Por fin, que los corchetes [] que acotaban los parágrafos del manual de instrucciones hayan pasado –si se ha leído con atención-, en los últimos párrafos, a enmarcar la crítica trocando la reseña –y el propio texto reseñado- en texto secundario –o terciario: el texto como pretexto barthesiano de la crítica- y, al revés, las instrucciones de uso, en el texto primario, constituye un ejercicio de adecuación entre contenido de la Guía y forma de la reseña y el correlato tipográfico de la inversión de discursos meta/literarios de la novela. Y, en último extremo, si la reseña no hubiera resultado ejemplar –¿en ningún sentido?-, confórmese el lector con la conocida “ley de Lem” que reza: “Casi nadie lee; y de los pocos que leen, casi ninguno entiende; y los pocos que entiende enseguida lo olvidan”.
He aquí, y ahora, la hora del lector… crítico. [Coja una novela de un escritor croata…]