Somos unos locos. Nos creemos
indestructibles, pero la muerte
se acerca en silencio.
Epistolario
San Braulio de Zaragoza
No, no os asustéis. No pretendo viajar en estas líneas hasta Père Lachaise para exhumar el cadáver de Proust, sino reflexionar sobre el viaje en el tiempo. Según las religiones monoteístas, el tiempo en realidad no existe, ya que, al morir, nos trasladamos al Cielo, Nirvana, etc. Para los científicos agnósticos, fuera del cono expansivo velocidad-luz del big-bang, tampoco. Es decir, para casi el 100% de la humanidad, nos encontramos en medio de una paradoja temporal que existe en medio de dos nadas. Y sin embargo, para todos nosotros, el tiempo lo es todo. Somos en tanto en cuanto existimos en ese tiempo paradójico. Nos angustia la muerte, que no es otra cosa que la aniquilación del tiempo para nuestra consciencia. Hay una obsesión por disfrutar del tiempo que tenemos pero, sin embargo, nuestra actitud es justo la opuesta a nuestra idea.
Recientemente apareció publicada en la prensa una estadística en la que se dice que los españoles pasamos una media de cuatro horas diarias viendo la televisión: perdiendo el tiempo, vamos. También de media, dormimos ocho horas. Trabajando, de modo alienado en general, otras ocho. Nos quedan cuatro horas para “aprovechar el tiempo”. ¿Y lo aprovechamos? ¿Qué hacemos para que nuestra vida tenga un sentido? Comemos, paseamos, vamos de compras… Durante la primera veintena, dedicamos nuestros esfuerzos a cultivarnos; a no ser unos cenutrios, aunque obligados por el Estado. Durante los años centrales de nuestra existencia, dedicamos una cantidad ingente de nuestro tiempo a satisfacer nuestros instintos sexuales y a deleitarnos con los refinamientos gastronómicos. (Se dice que los hombres pensamos en sexo cada 52 segundos). Luego viene la época de los descubrimientos: descubrimos que tenemos colesterol, triglicéridos, transaminasas, tensión alta… y las visitas médicas toman el relevo al sexo –sólo en parte-. Es decir, aunque obsesionados por aprovechar el tiempo, lo perdemos como si fuera un río infinito que nunca cesará de manar. Algunos dirán que es que el estrés no deja tiempo para aprovecharlo. Nuestras necesidades materiales y la innata aspiración de conseguir “más” que, especialmente en las mujeres, forma parte de la humanidad, nos obliga a dedicar nuestro tiempo a la obtención de recursos para esa ansia inagotable de más lujo, más ¿bienestar?, etc. Pero, ¿y qué pasa cuando tenemos vacaciones? Que, como si fuéramos dioses eternos, decidimos organizar la gran orgía de la pérdida del tiempo: horas y horas tomando el sol, bañándonos en el mar, paseando a la orilla de un río, leyendo novelas de evasión… Perdiendo el tiempo. Las juergas juveniles y aventuras sexuales no cuentan: no son sino obediencia al más ínfimo instinto. Los más osados, que visitan lugares novedosos y exóticos que les alejen de la monotonía, no hacen sino tratar de evitar la angustia del tiempo perdido. ¿Y los hobbys? La manera más eficaz de perder el tiempo, donde los puzzles, las maquetas de tren y el ajedrez pugnan por conseguir el cetro de tan absurdo honor. Tenemos una obsesión enfermiza por perder el tiempo, cuya constatación al transcurrir los años y acercarnos al fin, nos amarga, como caústica evidencia de nuestra estupidez.
Pero, ¿qué es aprovechar el tiempo? Me temo que esa pregunta no tiene respuesta… positiva. ¿Crear algo? Una cura para una enfermedad, un libro, un hijo, un avance científico…, ¿qué sentido tienen una vez muertos? Ninguna. Apenas una docena de nombres egipcios han superado la barrera de los cinco mil años en la memoria de la humanidad. ¿La búsqueda de la felicidad, quizás? Todos hemos tenido algún momento feliz y, a poco que recapacitemos, sabemos que la completa dicha no es más que eso: un momento. No es perdurable en el tiempo. Y la memoria es, como todo en este mundo, imperfecta. Podemos recordar ese instante de felicidad, pero el hacerlo, no nos la devuelve.
Seamos realistas. Nuestra existencia es una broma macabra. Se nos ha otorgado el milagro de la existencia temporal, pero, al tiempo, se nos ha castigado a perder ese tiempo sin que podamos hacer nada. Derrochamos nuestros días como si fueran infinitos y la realidad es que es su inverso: nuestra vida es un instante dividido entre el infinito. O sea, cero.