Cuando tenía diez años me quedé parapléjica de la noche a la mañana en la cama de un hospital a causa de una negligencia médica. Durante unos meses me sometieron a rehabilitación física en el mismo hospital para que aprendiera a aprovechar los músculos que no estaban afectados y después me enviaron a casa con el único consuelo de un “ahí te las apañes”, tú y tus pobres y estupefactos padres. ¿Creéis que alguien se acordó del trauma psicológico que un cambio tan brutal podía causar a una cría tan pequeña? Pues no. De mi estado emocional no se acordó nadie. La información de unos papás provincianos en aquella lejana década era, por desgracia, muy limitada, y a los médicos, que sí estaban informados, les importaba un rábano el dolor “no físico” de sus pacientes. Ellos ya habían cumplido.
Hoy, uno de estos papás tan modernos e hiperinformados ve que su niño está algo tristón y lo llevan al psicólogo ¿Que pasa mucho tiempo con la consola? Lo llevan al psicólogo ¿Que el angelito come mucho? Lo llevan al psicólogo ¿Que come poco? Lo llevan al psicólogo ¿Que tuerce un ojo? Lo llevan al oculista, y después lo llevan al psicólogo, para que le ayude a sobrellevar la dura carga de tener un pequeño defecto físico en un mundo sometido al imperio de la imagen ("pobrecito mío, qué feo es, ala, al psicólogo")... Y no exagero, fui durante once años monitora de un taller de dibujo en un colegio de primaria y todavía hoy me asombro de las tonterías que preocupaban a las madres.
Y, por supuesto, jamás le ponen una mano encima. Nunca. Aunque el crío sea una peste, aunque esté emulando a Travolta sobre una mesa del restaurante donde han ido a comer y esté poniendo de los nervios a todo dios, desde el camarero hasta las moscas.
¿Resultado? Da asco oír a los chicos por la calle. Tienen una vanidad que supera cualquier medida. El ser humano es soberbio por naturaleza (todos lo somos), pero si apuntalas su soberbia, si la sobrealimentas, si le das el empujoncito de gracia, lo conviertes en lo que son esta panda de adolescentes ególatras y ombliguistas: unos monstruitos autocomplacientes, superficiales hasta la náusea y sin la menor resistencia a la frustración, que piensan que el sol se levanta y se lava la cara cada mañana con la sola intención de reflejárseles mejor en el pearcing. "Esto quiero y esto tengo, y lo tengo porque me han demostrado que valgo un huevo, debo ser importantísimo cuando todos se preocupan tanto de lo que siento o dejo de sentir en cada instante, soy el puto amo". Así lo sienten y así lo expresan. Con palabras, con gestos, con su indumentaria, a cada paso de su arrogante caminar entre los otros, mientras sujetan con una cuerdecita su ego inflado, como un globo de helio flotando sobre sus cabezas.
Ahí está, la llaman "Generación Yo".
Ellos son el futuro... Y yo me muero de miedo.
Nunca aprenderemos. No sabemos ni nunca hemos sabido localizar ese punto sutil, blando, necesario y escurridizo que todos llaman "término medio". Así nos va. Y así va a seguir yéndonos hasta que el tren destartalado y sin maquinista descarrile y pare por fin en algún lugar olvidado e inhóspito. A ver qué psicólogo nos saca entonces las castañas y las emociones del fuego.
Sí, me muero de miedo.