Se suele asociar la infancia el tiempo futuro, a lo nuevo, a la inocencia y pureza, pero los sorprendentes infantes que emergen de la mirada e imaginarios de Adriana Duque nos sugieren otras temporalidades y sensaciones. Lejos de ser sencillos retratos en estos rostros infantiles acontece algo inquietante, algo que desestabiliza la mera complacencia sensorial proporcionada por una fotografía realizada con refinada técnica.
De rostros expresivos, con un carácter propio de adultos, ataviados con vestidos impecables de pliegues y bordes, insinúan un tiempo pasado y a la vez parecen remitir a algo tan intrincado y laberíntico como los propios vestidos que portan. Una suerte de densidad psíquica y temporal se aloja en los rostros de estos niños quienes desde la lejanía nos miran con inusitada intensidad. Al mirarlos nos vemos sometidos por sus miradas. Surgen de un fondo oscuro produciéndonos la sensación que proceden de la profundidad de la noche, de una especie de noche psíquica atemporal, de un tiempo sicológico sin referencias claras históricas o geográficas. Y desde allí nos interpelan. Uno a uno, en una repetición que los iguala pese a sus diferencias, nos introducen en mundos insondables.
Decía el cineasta Godard que sólo vemos lo que es nuestro más profundo secreto, es decir aquello que nos sacude y subyuga. Vemos para vernos. Quizás estos infantes nos reflejan nuestra propia penumbra, quizás en ellos advertimos dimensiones más oscuras de la infancia y de nuestro propio pasado; ellos como espejos nos devuelven algo ancestral y difícilmente asociado a una imagen plácida e inocente de la infancia. La claridad y justeza de las fotografías se confunde con una sensación difícilmente decible, pero si presentida, o sentida. La belleza de estas imágenes no es reconfortante o serena, es una belleza difícil en la que placer e inquietud se confunden en un ritual inasible.
La magia de la imágenes de Adriana Duque alude a ese juego de estratos y tiempos generados en el diálogo establecido entre la profundidad de las obras con la profundidad psíquica de los espectadores, más aún si consideramos que nuestro pasado e infancia no se supera linealmente con el paso de los años, siempre permanece un residuo latente que punza y puja por manifestarse, algo que inesperadamente reaparece enredado en las imágenes y sonidos del arte, en rostros y colores, en gestos y miradas, como las que nos entregan estas sucesión de enigmáticos niños.
Quizás Belén del Rocío Moreno (1), desde el psicoanálisis, nos permita sintetizar lo mencionado. Al referirse a la perplejidad que nos producen ciertas obras en tanto le prestan expresión a nuestros deseos y pulsiones más innombrados, nos dice: "La obra de arte destituye al sujeto en su condición de hablante porque le revela en un instante el objeto perdido de su anhelo, ése que, por extraño y a la vez familiar, lo dejará en silencio. Al lugar del sujeto viene el objeto innombrable que lo causa. El sujeto quedará desalojado por su objeto, en el instante fantasmático en que ya no se puede reconocer y a la vez `eso es´".
Javier Gil
1. Moreno, Belén del Rocío. De lo sublime a la sublimación. En Post Data. Publicación de la Asociación Lacaniana de Analistas de Bogotá . Bogotá, 1999. p.21