Les da voces, hasta la mismísima Anna Castillo les grita desde las alturas cinematográficas, pero ella ni se inmuta, y continúa con su pedaleo tranquilo, incluso parsimonioso, pensando en la ruta que le conducirá hasta su destino, creyendo que se aleja del epicentro de luces, cámaras y acción. Nada más lejos de la realidad. Nunca llegará a la academia de alemán, a casa de su madre, a la oficina de Correos donde trabaja, a la cita a ciegas que tiene con una mujer heterosexual, que promete y mucho. No se inmuta, circulando como lo hace, entre imponentes carteles que anuncian estrenos de series y vallas de la organización que restringen y bloquean el paso. No sabe que avanza por un estrecho pasillo entre elementos que habitualmente no están ahí, que están colocados por un motivo claro: atrapar. La ciclista declina un verbo en alto, piensa en lo que vacío que tendrá el frigorífico su madre –una señora de edad-, recuerda que toda esa semana le toca la ventanilla de “envíos”, siente el sabor del beso ruidoso y guarro que la chica le va a dar. Nada de eso va a pasar, se lo está vociferando Anna Castillo, porque durante los diez días que dura el Festival de Cine de San Sebastian, los carriles-bici están flanqueados en su kilométrico recorrido por carteles, anuncios, vallas, coches de organización, personas con acreditación, cartelones y más y más personas con acreditación, y no hay escapatoria. Además, todos y cada uno de sus usuarios...ciclistas, corredores, patinadores, skaters, los que van en patinete eléctrico y paseantes despistados y caminantes terminan dentro de una sala de cine; irremediablemente, porque el recorrido de los bidegorris ha sido alterado, las rutas manipuladas, y todos los caminos conducen a Roma, de Iñarritu, al Culinary Cinema, a descubrir nuevos directores, a explorar otros horizontes...latinos.