¿Es la felicidad
esa cosa absurda
que se consigue con sólo diez billetes
y de pronto se esfuma,
y vuelve a veces
según los caprichos del mercado
cardial o la elucubración
del día 'menos pensado'?
¿Es algún retrato al óleo ,
un personaje de novela,
o alguien que sí existe
–cuyos atributos
en verdad no conoces–
y es capaz de mostrarte las verdades del alma?
¿Es esa sensación de llenura
que reemplaza los vínculos
para dejarte solo
en la infame sonrisa de la especulación?
¿Es un hijo de mirada esplendorosa
que por más que que te mira
pretendiendo borrar los vestigios
de tu rudo pasado y las cuentas absueltas
por el rumor del río imaginante:
no logra atesorar en tí
las monedas de la "sangre devota",
los perdidos naufragios?
Los pájaros airados del tiempo que no cesa
te han dejado en el puro asomo del trino
sin haber dado cauce a ningún brillo cierto:
lo más cercano a esa exclamación
que conduce al supuesto paraíso
de lunas ensoñadas, aromas celestiales
y árboles de fe.
¿Será precisamente el instante fugaz
en que te consideras
digno del minúsculo guiño
que pone en perspectiva
la aquiescencia bendita del vocablo
que en la punta de la lengua se diluye temblando
de sentida nostalgia?
¿La felicidad' será talvez
esa constante de ternura
previa al nacimiento
que miras acercarse en los ojos de la madre,
pero que en el momento justo de cruzarse contigo
toma un curso distinto?
Si es así,
quizá la felicidad sea
la idealización del otro
en gozo de tal bien
–henchido de lo eterno–
y tú solo contemplas
enceguecido
por el fugaz destello.
O sea:
¿la felicidad está siempre en el otro,
nunca en tí?
En tal sentido
nunca sería más cierta
la versión de que somos
semejanza de Dios:
espejos incapaces de emitir
susurros anhelantes.
Y para Dios
seríamos ese otro
que ha venido a cumplir
la noción de infinito
que "él" contempla extasiado.