«La vida después de llevar casado casi una década resulta un poco aburrida». Eso afirmaba Carlos, desde que hacía unos meses había visto en el cine de su barrio la proyección de la película El Graduado. A partir de ese mismo instante solo tenía una obsesión, quería mantener sexo con una señora mayor que él y probar nuevas experiencias.
Un domingo por la tarde, mientras sus hijos jugaban en el jardín y su mujer se dedicaba a las tareas del hogar, entró en su despacho. Conectó el ordenador y se dispuso a buscar alguna página que lo llevara a cumplir su anhelado sueño.Tras una larga búsqueda dio con una web de contactos repleta de anuncios de señoras mayores, casadas e insatisfechas. La página se denominaba Maestras del sexo, para jóvenes.Visitó varios de los anuncios, leyéndolos con detenimiento. Uno de los últimos que anunciaba «Mujer sexi, alta, rubia y algo entradita en carnes, dispuesta a darlo todo por ti», llamó mucho su atención.
En la citada página, a diferencia de otras que plasmaban hasta el grupo sanguíneo de los contactos, no aparecía ningún teléfono, ni nombres, tampoco fotografías. Esto hizo que el morbo de Carlos aumentara. Tan solo aparecía una dirección de e-mail para ponerse en contacto: lobahambrienta@gmail.com.
Nervioso cual adolescente por si era sorprendido, se puso manos a la obra para contactar con “su loba”, redactando el siguiente anuncio: “Chico joven, casado y con ganas de probar algo nuevo, busca sexo y placer con mujer madura para pasar buenos ratos y hacernos felices”. Lo repasó varias veces y cuando se disponía a enviarlo se percató de que no podía hacerlo ni con su verdadero nombre ni con su e-mail, así que se abrió una nueva cuenta de correo electrónico con los siguientes datos:tiernocorderitobuscaloba@gmail.com. Tras unos minutos de dudas, se armó de valor y pulsó la tecla que le llevaría a cumplir su deseo. Esa noche, en silencio, se levantó varias veces para echar un ojo a su correo para ver si tenía alguna respuesta. Nada, no tenía mensaje alguno.
El lunes por el mañana, ya instalado en su puesto de trabajo, conectó su ordenador y vio cómo en la pantalla aparecía el deseado icono indicando que tenía una respuesta a su anuncio. Entusiasmado pinchó sobre el mismo. Los ojos le daban vueltas mientras leía: «Tierno corderito, muero de ganas de conocerte y poder retozar contigo, mi hambre de sexo es cada vez mayor, como tú pides voy a hacerte muy feliz, nunca podrás olvidar mis dulces y placenteros mordisquitos».
Sudaba, la corbata apretaba su cuello, estaba excitado. Como pudo y temblándole el pulso contestó: «Querida loba, ardo en deseos de conocerte y dejarnos llevar por el mayor de los placeres, muero de ganas de acariciarte, dime sitio y hora para llevar a buen fin nuestro encuentro». Satisfecho con su respuesta, que juzgaba educada pero suficientemente lasciva, envió la misiva a su destino.
Varias horas más tarde recibió respuesta. Apresuradamente abrió su correo para poder leerla: «Qué dulce eres corderito, ¿te parece bien que nos veamos el miércoles a las seis de la tarde en la cafetería del Hotel Emperador en Gran Vía? Me reconocerás rápido, como bien indicaba en mi anuncio soy alta, rubia y llevaré puesto un vestido rojo, acompañado de una pamela y bolso negro a juego. Estoy deseando conocerte y jugar contigo al lobo y el cordero. Con impaciencia espero tu respuesta». Sin dudarlo un solo instante contestó: «Allí estaré puntual, llevaré un traje gris claro, soy alto y delgado, moreno de tez, con el pelo rizado, sobre mi mesa verás un ramo de flores como regalo de nuestra primera cita. Espero ansioso nuestro encuentro».
Los días pasaban interminables esperando el momento de ver a su loba.
Carlos comunicó a su mujer que no lo esperara el miércoles para la cena, tenía que reunirse con unos clientes y llegaría tarde. Salió puntual del trabajo, cogió un taxi que lo dejó a dos esquinas del lugar acordado, compró las flores prometidas y se encaminó hacia su misteriosa cita. Los nervios y el ansia iban en aumento a cada minuto. Ya se veía como el joven estudiante acechado por Mrs. Robinson.
Ocupó rápidamente la primera mesa del ambigú que vio libre, dejando sobre ella el magnífico ramo de rosas que había comprado. Las manos le sudaban y sus piernas se movían como si tuviera el baile de San Vito. Pidió una copa para intentar aplacar sus nervios. A las seis en punto se abrió la puerta de la cafetería y allí estaba ella, con la cabeza baja cubierta por la pamela, y un vestido rojo, tres tallas más pequeño, que parecía iba a estallar de un momento a otro.
Carlos no podía apartar su vista de la mujer. Cuando ella levantó la cabeza con soberana elegancia y vio su rostro lanzó un grito, cayendo de la silla y tirándose la copa por encima. Al mismo tiempo, su suegra se desplomaba sobre la alfombra del hotel, reventando el vestido rojo.