Con un libro de 60 páginas exactas, el poeta Enrique Lihn nos ha dejado un monumento al deseo de vivir. Una reflexión por las etapas de la vida, como pocas pueden encontrarse dentro de la poesía. Sin escatimar la recreación del deseo erótico del ser humano, mitad hombre, mitad mujer, el planteamiento de Lihn se vuelve imperecedero para las contemporáneas teorías feministas, de género, las abortistas, e incluso sobre el amor romántico al presentar desde la voz de sus hablantes líricos sus posturas ante las relaciones de pareja, el disfrute del amor y el sexo, de la pareja, la relación con la carne latente en esta vida. Los hablantes líricos que cantan estas letras, nos muestran con su voluntad el comportamiento de las sociedades humanas, tal cuales deben ser vividas para el adecuado respeto que nos debemos los unos a los otros.
“La pieza oscura”, es el magnífico poema con el que abre el poemario, y que le da nombre. En él podemos encontrar a cuatro adolescentes que descubren en la travesura, en los olores, en los juegos de manos, el apetito de la carne, el deseo de posesión de la sensualidad que brota de la carne y la sangre de sus compañeros. Dos chicos y dos chicas son los protagonistas de este poema, mitad canto, mitad filosofía, que lo mismo se carga de conceptos como planea en la musicalidad y en el poder de los símbolos: “la nariz sucia, símbolo de inocencia y de precocidad”, “Y así empezó a girar la vieja rueda –símbolo de la vida–”, “rodábamos de dos en dos, con las orejas rojas –símbolo del pudor que saborea su ofensa– rabiosamente tiernos”, “con alas de gorriones –símbolos del salvaje orden libre– con todo él como único objeto desbordante / y la vida –símbolo de la rueda se adelantaba a pasar”, cierra el círculo con el que el poeta enmarca las imágenes del despertar sexual que ocurre dentro del poema: “Y yo mordí, largamente en el cuello a mi prima Isabel, / en un abrir y cerrar del ojo del que todo lo ve, como en una edad anterior al pecado”. Nada que pueda quedarnos en la metáfora, dado que el simbolismo del concepto anunciado se descubre al mismo tiempo que cuando se presenta. La libertad del vivir, del reconocerse vivo, del pensar en que se saborea esa posibilidad de la entrega, y se aleja del condicionamiento del pecado, ya que ese vendrá después, a favor de la educación moral, y no en la naturaleza del infante que sigue sorprendiéndose.
El poeta evidencia cómo el despertar sexual del infante termina el ciclo mismo de la infancia, al abrirse paso el erotismo hecho ya primer recuerdo: “Yo solté a mi cautiva y caí de rodillas, como si hubiera envejecido de golpe”. Surge la retórica pregunta para poder aclararnos con él: “¿Qué será de los niños que fuimos?” Y esta pregunta aún late en nuestra mente, para recordarnos los infantes que fuimos, a nuestros padres, amigos, primos, familiares con los que fuimos creciendo en la travesura, el estudio, los regaños, aquellos pequeños logros que iban formándonos el carácter, y hasta evidenciar nuestro propio despertar al erotismo, y la sensualidad; con esa pregunta entramos a la parte final del poema, en el que los adultos se hacen presentes frente a los ‘pequeños’: “Alguien se precipitó a encender la luz, más rápido que el pensamiento de las personas mayores”, porque se les estaba buscando y ellos se encontraban escondidos en “la pieza oscura como el claro de un bosque”. El difícil mundo de los adolescentes en el que han dejado de estar al cuidado de los mayores, pero se les seguirá vigilando en su comportamiento hasta hacerse mayores de edad, con una vigilancia que enmarca en muchas ocasiones hasta la opresión, la burla, el sometimiento de sus libertades, sin mayores explicaciones. Enrique Lihn lo deja claro al llamar a los adultos: “siempre hubo tiempo para ganárselo a los sempiternos cazadores de niños. Cuando entraron al comedor, allí estábamos los ángeles sentados a la mesa”. El recuerdo de aquella infancia continuamente viene a nuestra mente, como una añoranza de lo que fuimos, extrañamos esa libertad de pensamiento y de actuar en la que no se necesitaba ser responsable de gran cosa, ya que los actos de nuestra vida no ponían en peligro casi nunca, la economía familiar. Nuestras preocupaciones podían ser menores a menos que nuestra infancia se haya roto a mucha más temprana edad. El poeta narra en el poema esos espacios para la remembranza de aquel despertar a la sensualidad, los escarceos amorosos, y el calor de las carnes por el erotismo infantil que tuvieron que volverlo adulto, alejándose de esos espacios del tiempo en los cuales no había mayor responsabilidad que la misma sensación, detrás de ella el paso del tiempo: “nos dispersamos para siempre, al igual que los restos de un mismo naufragio”. Pero el autor, y algunos de sus lectores podemos asumir el resistirnos a esa madurez, y la buscamos en cada relación: “Nada es bastante real para un fantasma. Soy en parte ese niño que cae de rodillas / dulcemente abrumado de imposibles presagios / y no he cumplido aún toda mi edad”.
“La pieza oscura”, es un poema necesario no sólo hermoso. Su lectura sigue reverberando en nuestros ojos, en nuestra mente, en los oídos durante horas, transformando los nombres de los personajes que ahí aparecen: Isabel, Ángel, Paulina, en los nombres de las personas de nuestra infancia. El primer chico con el que tuvimos nuestras primicias de la carne, aquella amiga que en la primaria nos atrevimos a besar en los labios, aquella primera erección, aquella primera sensación de humedad en las pantaletas. Los ojos, las miradas, los pudores, todo sigue dando vueltas en nuestra cabeza, porque el fin de la inocencia ocurre cuando escala el deseo dentro de nuestra cabeza.
El poemario continúa y nos encontramos enseguida con otra joya poética, de nombre: “Monólogo del padre con su hijo de meses” que nos recuerda muchos de los fragmentos del libro Proverbios presente en la Biblia. Consejos para nuestros jóvenes. Lihn nos sitúa mirando al padre hablarle a su pequeño de apenas meses de edad, y arranca con un monumento: “Nada se pierde con vivir, ensaya; / aquí tienes un cuerpo a tu medida”. El poema se vuelve una admonición, un legado, una herencia con la que el padre quiere recuperar la confianza en la sociedad. Cierto es que el espíritu bíblico y neo cristiano radica en la Promesa hecha a los hombres: “Mi arco he puesto en las nubes, el cual será por señal delpacto entre mí y la tierra”; y es que todo recién nacido es aquel arco iris del que hablan las escrituras. Porque cada infante es el recuerdo de que la humanidad tiene una nueva oportunidad. Así lo entiendo al escuchar el canto del padre a su hijo de meses en el poema de Enrique Lihn, el padre que le hace al hijo una relatoría de lo hermoso que es la vida; pero este padre no habla por sí mismo, habla incluso desde el inicio en plural, evidenciando la presencia de la madre del hijo al que le habla, y le dice que el cuerpo que te dimos: “Lo hemos hecho en sombra / por amor a las artes de la carne”. El poeta, creador al fin, renuncia a la presencia creadora de algún ente superior, de algún dios, y revela: “Eres tu cuerpo, tómalo, haznos ver que te gusta / como a nosotros este doble regalo / que te hemos hecho y que nos hemos hecho”. La pareja creadora madre-padre dadores de vida, le hablan del bien y del mal, de lo trágico y la alegría, del daño del que se es capaz, de la maldad que reside en todos, y que es algo que se puede gozar en su naturaleza misma, sin aspavientos y sin dobles morales: “Pero vive y verás / el monstruo que eres con benevolencia”; el poeta reconoce esa dualidad maldad-bondad, que ocurre en todos los seres humanos.
Luego el poeta nos evidencia su credo: “no hay loco más feliz que un niño cuerdo / ni acierta el sabio como un niño loco”. Porque los niños tienen que ser niños, y la infancia y su tatuaje de inocencia debe ser lo permisible, para el sano descubrimiento del todo que asombra y resplandece, y eso deben ser lo niños, traviesos y terribles, curiosos y sin miedo. El miedo será ya una imposición desde el mundo de los adultos, desde el término de la inocencia que finaliza la infancia. “Todo lo que vivimos lo vivimos / ya a los diez años más intensamente”. Luego la adultez se trata de la repetición, de olvidarnos de encarar la vida con la misma alegría del infante, temerosos de la sociedad que nos lastima, o que permitimos que nos denigre: la oficina, el sueldo, la persecución de aquel término conocido como “calidad de vida”. En la infancia en cambio: “los deseos entonces / se dormían los unos en los otros”.
Hasta volverse adolescente y “Bajas del monte como Zaratustra”, y uno tiene que recordar aquel maravilloso grito intelectual de renacimiento que nos legó Nietzsche: “¡Será posible! ¡Este viejo santo en su bosque no ha oído todavía nada de que Dios ha muerto!”, y del cual el poeta se cuelga para evidenciarnos la lucha que en el crecimiento tendrá que sostener el joven al ingresar a la sociedad donde todo será: “el hombre contra el hombre / grave misión que nadie te encomienda”. Esa conciencia de no-dios, no autoridad, no al deseo, no a la pareja, con la sensualidad en la punta de cada célula: “hay algunos que se matan / porque no pueden soportar la muerte, / quienes se entregan a una causa injusta / en su sed sanguinaria de justicia”. Luego llegará la edad adulta: “Hay que felicitarte: / eres por fin, un hombre entre los hombres”, el poeta se conduele, pero sabe que de esa etapa te salvará la vejez: “Y así llegas a viejo / como quien vuelve a su país de origen”, “Se te ve en todas partes dando vueltas / en torno a cualquier cosa como en éxtasis”. Así se cierra el ciclo de cada uno de nosotros. Pero ni por toda la advertencia que aquel padre le hace a su hijo, en ese discurrir del tiempo, el impulso seguirá siendo: “Nada se pierde con vivir, ensaya”.