Solemos reunirnos en la rotonda, en el cruce que lleva al Mercofrut de Tucumán, a Tafí del Valle y Las Termas cuando estamos con hambre y sedientos. No es que me ilusione esta asamblea que organizamos para conseguir el alimento, pero por lo menos compartimos el agua de las lluvias, nos pasamos información acerca de las sobras o alguno de los compañeros nos conduce hacia alguna zanja abandonada, llena del líquido amarronado que nos calmará la garganta.
Todos, flacos y lentos, nos alegramos de juntarnos cada tanto en medio de las largas rutas que construyó el progreso. Un cartel identifica la rotonda, bajo el mástil de una escueta bandera celeste y blanca. Jamás nos faltó la compañía circunstancial de una hembra, quizá más adormecida por el hambre que nosotros, fiel servidora y amante.
Santiago es una provincia erguida por entre el monte, que se hizo conocer gracias a sus termas y tamales, los extensos cañaverales y que ahora exhibe, orgullosa, su pequeño y nuevo aeropuerto en Río Hondo. En esa rotonda, los vemos pasar a los turistas. Y, a diario, camioneros y taxistas comparten una porción de su viaje con nosotros. Desde que construyeron el aeropuerto está empezando a haber muchísimo trabajo, y el tránsito aumenta día a día.
De vez en cuando, no sabemos si porque flamea la bandera bajo las fuertes ráfagas del viento, aparecen perdidos en la rotonda el sombrero o la pamela de alguna señora que se dirige o regresa de las termas. Cada vez, lo mismo: de la puerta trasera de un automóvil, las venas gruesas azules a punto de estallar de unas piernas obesas tocan tierra en busca del sombrero. Y al vernos, pues no pueden sino hacerlo, se olvidan de la pamela, miran al cielo como buscando no se sabe qué, se agachan con esfuerzo y nos acarician (también muchas señoras recogen con prisa su objeto y se meten en el auto, despavoridas). Pensamos con mis compañeros que estas mujeres deberán de sentirnos como un trofeo que recuerda la vida “en el interior” frente a la sofisticada de la capital, en donde otros compañeros se lo pasan mejor. Les asombrará vernos, paupérrimos y en asamblea. De vez en cuando hasta algún periodista apurado nos habla con amabilidad y saca un viejo lápiz del bolsillo para escribir algo mientras un fotógrafo graba todo en imágenes.
La verdad, yo no me quejo, y ninguno de los compañeros anda echando culpas a nadie. A poco que se piense, ni siquiera sabríamos a quién pedirle que nos diera de comer. Yo nací como pude, mi madre me abandonó y de mi padre nunca supe. Sé que fuimos diez en el inicio y que ahora solo quedamos tres, distribuidos en Argentina. Eso es todo lo que podría vincularse a mi pasado. Aunque tengo más suerte que mis otros amigos de la rotonda, porque mi picardía me hizo escoger un hotel importante de la zona en el que hacia la madrugada me dejan comida. Cada tanto, unos hombres que trabajan allí festejan mi presencia y me dejan que pase a la recepción para observar unas extrañas y lujosas vidrieras. Los empleados me han dicho que se trata de unas tiendas: las hay de distintas clases en la galería. Los pasajeros van y vienen, nerviosos, con enormes bolsos y valijas. No sé para qué sirven esos bultos, será que transportan sus enseres porque el vaivén del equipaje coincide con la llegada de automóviles o grandes ómnibus que los buscan.
Coco, mi compañero de ruta, tiene una mirada cansada y cojea. Hace años se averió una pierna, después hubo que quitársela. Todos lo aceptamos, aunque a menudo me cuido de correr con él para que no se sienta disminuido. Desde hace unos meses parece que se nos fuera a morir, pero no: a paso lento, camina kilómetros saltando y no lo asustan las luces de los coches. A mí me mete miedo la velocidad de esos haces de luz que iluminan los senderos oscuros. Pero me atraen las ruedas, círculos compactos de goma negra que una vez estuvieron a punto de atropellarme si no fuera por el grito que pegó la compañera del conductor. Por suerte el tipo reaccionó y frenó, aunque vi que me largó una puteada, por su gesto acalorado y frenético. Casi sordo, mi olfato me ayuda a prevenir las tormentas que acechan y presiento cuando se acercan los camiones, indolentes, por el camino que empalma con la nacional y que llega a San Miguel de Tucumán.
Una mañana me subí a un acoplado, nadie lo advirtió y terminé bajándome en la casa esa donde declararon la independencia. Dicen que en el colegio se la hacen dibujar a los chicos con unas ventanas enormes para dar la impresión de que siempre se es libre y refulge el sol.
Nunca visité la capital de Santiago del Estero, un día casi me llevan, pero desistieron y quedé varado en la ruta. Aun así, me gusta pasearme entre cañas y saltar por entre los trigales. Cuando llueve y caen heladas siento que algo ajeno me invade porque vengo del centro de la tierra. Y si bien por la sordera, no oigo como antes el ruido de los relámpagos, veo esos rayos dorados que se despliegan con prepotencia en la impunidad de la noche cerrada. El Coco y yo nos aguantamos la existencia como viene, no andamos refunfuñando en busca de lo que no tenemos ni se puede.
La cojera del Coco es conocida en el centro de las Termas, y los camiones de Pascualito, conducidos por intrépidos choferes, le hacen luces para avisar su proximidad y hasta le tocan bocina para saludarlo. Todos se apiadan del Coco, yo lo vivo protegiendo: me atemoriza el progreso, que expulsa a los que no se disciplinan y él es cojo y débil. Sin ir más lejos, hace una semana, a una conocida del Coco la echaron de la casa porque a la abuela, una vieja mezquina, le molestaba su presencia. A lo mejor, ahora se nos suma.
La laguna ha envejecido y la tierra chilla cuando algún dueño desaforado hace su aparición bochornosa. La sequía no nos molesta, aunque duele el monte, no es bueno que vomitemos de sed. Hoy amanezco, quién sabe si mañana. Pero esto que soy me basta.
El Coco está afuera del hotel esperando, en la ruta nacional pasarán más turistas, buena oportunidad para hacernos ver. Nos encaminamos hacia allí con ilusión. Él quiere llegar a Santiago, no debe de ser bueno morir sin conocer la capital. Ha pasado secas y tormentas y acaso le llegó el momento de vivir la civilización. ¡Pobre Coco! Siempre puntual como el reloj, trata de hacer dedo, ahora más seguro de sí. Y me uno a él. El tránsito se ha puesto pesado, los conductores nos esquivan. Otros, culposos, tocan bocina.
No es seguro que algún samaritano te levante y conduzca a destino, y al mediodía el sol penetra hasta los huesos y la sed te obliga a saciarla como sea. Después vienen el cansancio y la resignación, tenés ganas de maldecir, pero el cuerpo te vence y te dormís boca arriba, a la vera del camino. Del grupo amistoso de la rotonda, dicen que yo pienso a la perfección. No es cierto, tal vez soy pícaro y me las arreglo.
Hace calor, unas grietas se han abierto en la tierra, los campos se destiñeron, le pedirán al sol que afloje.
Coco consiguió agua, empujando una botella abandonada. Se detiene una camioneta tan alta y moderna como un tractor. Va para Santiago, así que aliviados, nos tiramos. Un pequeño toldo improvisado nos protege de la malicia climática.
El trecho entre las termas y Santiago no es largo, dos horas de viaje nomás. La camioneta se parece a esos aviones que se ven tan pequeños desde abajo. Coco se ha puesto a dormir boca arriba, debe de estar feliz. Yo no puedo retozar, el movimiento, acompasado y veloz, me hace tambalear.
La camioneta se detiene, los conductores cambian de lugar, ahora va a manejar el otro. Antes, se apuran para ir al baño, y nosotros nos bajamos. Coco, somnoliento, echa un vistazo a la gasolinera con sus tanques de nafta automáticos y a la chica de la caja, una joven morocha, de grandes ojos marrones. Hecho el cambio de conductores, subimos a la camioneta otra vez.
Falta poco, a juzgar por los últimos carteles de la ruta y la serie de casas y puestos de venta. Pero el Coco se ha vuelto triste. Pestañea y mueve la boca, ahora se le caen unos hilos espesos de baba. Sus dientes gastados y su mirada extraviada anuncian algo feo. Se mueve como una coctelera, sus espasmos de sudor me asustan, hasta que cesan como si hubiera querido paralizarse para no llamar la atención ni hacerme sufrir.
El sol se mete por entre los resquicios del toldo, el Coco no llegará a destino. La camioneta continúa su viaje, y yo pego un ladrido lo más fuerte que puedo: conoceré al fin, gracias a él, la capital de Santiago del Estero.