Un misterio encontrado es una verdad perdida.
Por eso hui.
Hacia cualquiera de los cuatros puntos cardinales clásicos
de la temida rosa de los vientos,
N, E, S, O
y sus afluentes,
NE, SE, SO, NO.
Hui.
Y es que como explorador digno de tal calificación,
asumo el riesgo que durante la consecución del objetivo de mi caída libre
existe la posibilidad de que la avalancha
me haga volver hasta ti.
Dueña.
Vengo de amansar, quizás domesticar,
tiernas e imprevisibles tormentas,
recorrer atajos naturalmente no señalizados,
ser ungido por vacíos solos de guitarra con ausencia de percusión
y lacerado, por no ser vulgar y decir herido,
al haberme deslizado sobre canchales, riscos y berrocales
por los que me place el precipitarme.
En mi mano izquierda, una erosión de sílex,
en mi derecha, otra causada por piedra pómez.
Estamos rodeados en los suburbios del volcán y sus pendientes.
Avalancha.
Y es precisamente ahora cuando llego y arribo y miro y diagnostico,
sin pronóstico anticipado,
a través de la cerradura antigua de la puerta principal de tu morada,
tu presencia.
Tú, tu jardín y al fondo otra puerta,
la trasera sin vidrios cromados de Murano.
Todo se ve fuera.
Otra posible vía de escape.
Huelo y constato que la humedad del tiempo huido
ha hecho crecer vigorosamente los helechos.
Tus helechos.
Quiero tal vez quizás volver a regresar de nuevo otra vez.
Déjame entrar.
Regar.
Goteo o aspersión.
Las llaves se desplomaron en la orilla de mis ausencias
cuando me envolvía la espuma que legalmente te pertenece.
Sí. Hubo víctimas.
Claro que las hubo.
¿Volvera a haberlas?
Pero las heridas se sanan con el salitre de esa espuma,
esta vez en caja lacrada que ahora te presento.
Y es que cuando la sangre
llega hasta el nivel de ebullición y no destiñe,
es que necesita otro color que la aplaque.
Necesito tu color.
Abre y pon tupidas rejas en esa puerta trasera del jardín.
Encerrado bajo tu llave.
Una verdad encontrada es un misterio perdido.
