El deshielo ha llegado, y empiezan a quedar al descubierto los cadáveres escondidos durante el interminable invierno. Se ha despertado ya La Parca que, aletargada, reposaba paciente bajo la nieve cuidando de los suyos. Tras una larga estación, aparecen con el sol de primavera mórbidas figuras de caras macilentas, narices negras y brazos agarrotados que -con puños cerrados- parecen maldecir al cielo por su mala estrella, floreciendo todos ellos en desperdigada armonía por cada embarrado rincón del bosque.
Los vivos que pasan cerca, supervivientes de cruentos combates, recuperan el dolor dormido por los compañeros que perdieron, al reencontrarse con rostros amigos que ahora miran de soslayo, unos por timidez y otros por miedo; quizás para no descubrir a través de esos ojos aún abiertos, el misterio que la guadaña oculta bajo su capa.
La gloriosa y heroica muerte por la patria, que hondearon sus grandilocuentes jefes desde retaguardia, se antoja ahora burdo engaño, al ver el nauseabundo espectáculo; hervidero de gusanos y moscas y pena sin sentido en donde, como decía Jorge Manrique, a todos se nos ha de tratar por igual, sin tenerse en cuenta cuna, imperio o alforjas.
-A ese le vi llorar loco por una mujer, aquel era mi mejor amigo…casi mi hermano, a éste le debía una ronda en el burdel de Vilna...- piensan los que pasan cabizbajos junto a los muertos, viendo como la naturaleza reclama para sí, en tributo aplazado, la cuota de cuerpos que anualmente se cobra la dura taiga siberiana.
Los caídos en la batalla se han ido cubriendo de nieve paulatinamente, manteniéndose intactos bajo el blanco manto, como si la vida les diese tregua y la muerte cancha hasta la primavera, metiéndolos en una cápsula del tiempo. Parecen felices, pues sus músculos maseteros al congelarse les contraen la mandíbula, mostrando con la joven dentadura una forzada sonrisa, casi mueca, en hipócrita agradecimiento por mantener su carne unida a los huesos más tiempo de lo previsto.
En esos meses, cada árbol ha cuidado de sus difuntos más cercanos, escuchando pacientemente de sus labios azules las historias más conmovedoras e íntimas, releyendo en voz baja cartas apasionadas e intensas, o compartiendo fotos de parientes y dibujos infantiles de hijos que jamás volverán a ver. Luego esos árboles, renacidos a la nueva estación, prolongarán hambrientos sus raíces para saciarse de los nutrientes de los cuerpos, y cobrarse así el favor de tan interesada custodia.
En ese bosque de árboles eternos, reposan desde hace siglos los huesos de miles de invasores de todas las épocas y naciones; romanos, vikingos, mongoles, turcos, franceses, alemanes, españoles…desgraciados de tierras lejanas que un día abandonaron sus hogares para siempre, y cuyos huesos reposan hacinados por estratos unos encima de otros, olvidados en el laberinto de la historia, invisibles como cristales bajo el agua, pero dejando cada soldado algo de sí en los huecos de ese solitario y frío lugar.