A Benjamín Valdivia
I
- Nunca te había visto por estos rumbos –rompe el hielo Taúlfo el dálmata sin manchas, después de oler la cola larga y afelpada de Sandokán (y de otras averiguaciones olfativo-corporales que no tiene caso puntualizar).
- Nada. Pues que me estoy ampliando, mi amigo. Esta es mi primera manzana cotidiana de camino agregado. Te explico. Soy un aventurero de las calles. Aunque oriundo del otro extremo de esta inmensa colonia, en mi fiebre de aventuras, gusto de añadir cada día una cuadra completa a mi zascandileo matutino, que es, como quien dice, mi ronda inicial de reconocimiento del enclave recién conquistado. Tal primer viaje mañanero es sólo exploratorio, y hago durante el mismo pocos amigos. Si no me ladran no ladro, pues. El espíritu aventurero requiere de ser cautos, ordenados, exactos. Si no es así, los planes no se cumplen, y ahí lo tendrán (seguramente) a uno regresando cabizbajo y maltrecho a la querencia, si no es que en el peor de los casos no se pierde el camino y en vez de alquequenje viajero ya habráste convertido de pronto en chucho vagabundo. Para ser perro aventurero es preciso conquistar territorios, sí, pero sobre todo, tener plena conciencia (si el término vale para nosotros) del camino recorrido. Debes ampliar tus miras, mas volver siempre y repetidamente sobre tus pasos hasta el hogar (o amo) de origen. Y es lo que hago en mi trayecto matutino: acopiar trancos en la memoria husmeativa para luego volver a mi perrera, satisfecho del andar cumplido. Ya por la tarde haré otra travesía para socializar y tratar de hacer amigos. Y ese, compañero, es el verdadero y cumplido periplo de aventura de este tu humilde perro trotamundos.
Sandokán es un rechoncho, elocuente y simpático Labrador Golden de cuatro años a quien las féminas de su especie buscan y consecuentan con codicia mundana y fines más que amables, pero para quien lo único que existe es la aventura. Desde el momento en que le perdió el miedo a lo inusual –su día “D”, digamos-, ha agregado a su pretendida ruta de tránsito poco más de treinta cuadras de pata de perro plus. Ya se sabe, para un tuso promedio que gusta únicamente de la repentina escapada callejera, lo ortodoxo sería que se alejara, cuando mucho, un par de cuadras del redil y regresara más que pronto, arrepentido y jadeante, a arañar la puerta de su dueño. Pero Sandokán no es un perro “común y corriente”, como se diría en la jerga azotacalle.
II
- Aquí me tienes de nuevo, camarada. Ahora sí, para lo que gustes y mandes. Cualquier pregunta es bienvenida. Bueno: siempre y cuando me acompañes en mi coronante incursión vespertina –profiere inatacable Sandokán, el perro aventurero, sobre la nervuda oreja del Dálmata sin manchas que ya ni se acuerda de nuestro bandolero ladrador, y menos, de sus afanes heroicos.
El Dalmatoste vuelve sobre su cuerpo, expectante:
- ¿What?
- Ah, ¿Ya hasta ladras en inglés? ¿A poco no recuerdas nuestra conversación de la mañana? Rápida, pero sustanciosa. ¿De veras no te acuerdas?
- Ah, el perro vago –responde dubitante Taúlfo.
- ¿Cómo que “el perro vago”? –inquiere ofendido Sandokán-. Hasta entre los perros hay razas, mi olvidadizo y no muy fino amigo. ¿Gustas, pues, acompañarme en mi correría, y así ampliar tu aburrido mundillo de cuadra y media?
- Uf. Que flojera. ¿Qué no sientes el enorme calor? Es más, con tamaña zalea que te cargas casi es seguro que te andas derritiendo. Uf y recontra uf, como diría el perro Bermúdez. El horno está más que para bollos. Pero, bueno, te acompaño, por esta primera y última ocasión.
Se dirigieron rumbo a la esquina norte del jardín que circunda la Escuela Francisco Villa. Entre suspiros contenidos, a lo lejos divisaron a algunas venerables matronas paseando a sus falderos entre el corre-corre de los niños. Pasaron cautos y recelosos junto al nevero que hacía su agosto en pleno mayo con una copiosa afluencia de sedientos parroquianos.
- Esta es justo la primera regla del peregrinaje aventurero –apunta ufano el Golden pata de perro-: debes evitar las aglomeraciones de personas, porque nunca ha de faltar quien te injurie, te apedree o te patee las ancas. Y si no puedes evitar el tumulto, vuélvete casi etéreo y trata de pasar sin que te vean.
Tan álgida sentencia y su correspondiente digestión mental debió provocar en ambos alguna distracción. Pero la tremolina no llegó de parte de ningún humano gandalla sino de un enorme Rottweiler que ha escapado de las amarras de su distraído y ensorbetado dueño. El irresponsable traganieve se da cuenta del alboroto justo cuando nuestro aventurero ladrador Golden está a punto de recibir en el cogote la estocada colmillante que bien podría enviarlo a cumplir travesías eternas en el cielo canófilo.
III
- Tragafuego, Tragafuego, tranquilo. Que te calmes te digo –grita ya exasperado el fulano irresponsable, entre jaloneos de cadena, improperios que no caben en esta narración, y de plano, patines en los ijares del consabido lobo con sed de oreja (o león disfrazado de perro, lo que más gusten). Hasta que por fin cedió la fiera, ya con el hocico rebosante de espuma homicida y los ojos inyectados en sangre.
Pero ya el mal está hecho: el cuello de Sandokán sangra intensamente. Media oreja cuelga de su base como mellada coliflor. El ladrido, la única defensa de esta raza de perros almíbar, nunca salió de la garganta de Sandokán, ni antes ni después del artero ataque del nombrado “Tragafuego”. La aterrorizada sorpresa enmudeció por completo a nuestro casi heroico allanador de caminos inéditos. De su perro escudero –el llamado Taúlfo-, ni sus luces: desde la colindancia segura de su cuadra, a lo lejos ya, observa temeroso.
Pero dentro del drama hay buenas noticias. Sandokán prosigue vivo. Herido y maltratado en su cuerpo y en su ego perruno, pero vivo.
Ya regresa Sandokán, como Quijote derrotado después de la refriega contra los molinos de viento. Aunque, “derrotado”, no sería la palabra más exacta. Más bien, vuelve henchido de batalla, palpitante de mundo cruel, a planear nuevos y mejores entresijos de gloria. Tal parece, que los caminos, igual que a todos, han terminado por nublarle los pasos. Pero ajetreado, y todo, los sueños de Sandokán (si es que los perros sueñan) siguen intactos.