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ISSN 1989-4163

NUMERO 96 - OCTUBRE 2018

Lecturas Inactuales (XVIII): La Lengua de las Mariposas

Luis Arturo Hernández

Autor: Manuel Rivas.

                        ALGUIEN VOLÓ SOBRE EL NIDO DEL PARDAL
    (“La lengua de las mariposas”, de Manuel Rivas en ¿Qué me quieres, amor?, Madrid, Alfaguara, 1996, pp.  21-41.)

      “Y sin embargo, por si acaso…  ¿tendré que recordarte todavía, para más terror o consuelo tuyo, cómo Lucrecio nos describe naciendo de ese miedo o vacío fundamental todos los crímenes y, por ende (o viceversa), todas las leyes o moral humana?”
                Agustín García Calvo, Cartas de negocios de José Requejo (Lucina, 1981, p. 137)

        “¿Puedes certificar de memorioso al gato escaldado que huye hasta del agua fría? No, sino que es un gato miedoso. La escaldadura le ha entrado en la memoria. La memoria no recuerda el miedo. Se ha transformado en miedo ella misma.” 
                Augusto Roa Bastos, Yo, el supremo (La Oveja Negra, 1985, p. 7)

     “Y había cambiado por las palabras: desde los tiempos de Moisés se sabe que la palabra es divina.”
                Clarice Lispector, La hora de la estrella (Siruela, 2000, p. 74)

     “La tierra es un animal dotado de pensamiento y voluntad. Pero tiene una voluntad mucho mayor que la nuestra, la de los que estamos pegados a ella. Los pájaros y las mariposas tienen, sin embargo, una voluntad poderosa, y por eso son capaces de volar. Nosotros mismos, si tensamos la voluntad, nos volvemos ligeros como el aire.”
                 Mircea Cartarescu, “El Mendébil”, en Nostalgia (Impedimenta, 2017, p. 63)

 

   La reciente lectura de Atravesé las Bardenas (Acantilado, 2017), esa recreación —o contrafacta— de la travesía del desierto del Moisés veterotestamentario  que Eduardo Gil Bera encarna  en una cuerda de presos conducida por Torrentera —hijo del arroyo; por tanto, nacido de las aguas— y guiada por un utopista, el ingeniero Yaben, hacia la imposible construcción de un pueblo-colonia en el cronotopo  navarro franquista, me ha devuelto, retroactivamente, a una nueva relectura —la enésima— de “La lengua de las mariposas”, aquel memorable relato de Manuel Rivas sobre la utopía de don Gregorio, maestro institucionista, de conducir a la generación más joven del pueblo hacia las luces  mediante el amor al conocimiento —“El maestro aguardaba desde hacía tiempo que les enviasen un microscopio a los de la Instrucción Pública”(p. 23)— frustrada por el poder del miedo heredado de padres a hijos, corruptor de menores y de la inocencia de Pardal.  

   Y es que, en un relato tan polisémico, “La lengua de las mariposas”, observada en el microscopio de la interpretación, permite percibir un efecto multiplicador del sentido, que se desenrosca libando en connotaciones que se imbrican de forma complementaria. Y una de ellas es la relectura del pasaje mosaico del Antiguo Testamento en una cultura de clara tradición judeo-cristiana —Caín y Abel, Dios y el demonio: “El demonio era un ángel, pero se hizo malo”(31)—, con el aparente motivo recurrente del monte Sinaí  y el mito de la Tierra Prometida, que aboca al lector a resolver un cabo suelto: ¿desde dónde narra Pardal/Moncho/Ramón su curso escolar 1935-36? Aunque pasa casi desapercibida  la alusión, el presente de la narración asoma únicamente en la evocación de la fuga del niño al monte Sinaí, tras el ridículo del primer día de escuela provocado por un miedo inducido: “Desde la cima del Sinaí no se veía el mar, sino otro monte aún más grande, con peñascos recortados como torres de una fortaleza inaccesible. Ahora recuerdo […]. Yo solo, en la cima, sentado en la silla de piedra, bajo las estrellas, […]” (p. 27).Y ese único salto al presente de la narración se produce al conjuro de “la cima del Sinaí”.

   Pues bien, el narrador —¿Moncho?/¿Ramón?/¿Don Ramón? — evoca tiempo después —¿meses?/ ¿años?— la pérdida de su inocencia y el granito de arena enantiosemántico —insulto y elogio— de su adiós, “Iris”, en el desenlace fatal del maestro que le abriera los ojos a la verdad y a la belleza, en una confesión autobiográfica desde… ¿qué lugar? Porque cabe preguntarse: ¿sigue viviendo en el pueblo el hijo del sastre republicano?    [“Plantábamos las patatas que habían venido de América. Y a América emigramos cuando llegó la peste de la patata.” (p. 33) “Y también vino de América el maíz.” (p. 34)] ¿O emigró con su familia, o él solo,  después, siguiendo la estela de sus familiares en pos de una vida nueva en la “quinta provincia gallega” y evoca el pasado desde allá?

   “Dos de mis tíos, como muchos otros jóvenes, habían emigrado a América para no ir de quintos a la guerra de Marruecos. Pues bien, yo también soñaba con ir a América para no ir a la escuela. De hecho había historias de niños que huían al monte para evitar aquel suplicio. Aparecían a los dos o tres días, ateridos y sin habla, como desertores del Barranco del Lobo.” (p. 24).

   Desde la atalaya del “Ahora recuerdo”, la proverbial huida al monte  —¿Sinaí?— de los escolares del pueblo ya se ha consumado. Y si antes de la escolarización obligatoria no sobrepasó la cumbre — “Corría como un loco y a veces sobrepasaba/ el límite de la Alameda y seguía lejos, con la mirada puesta en la cima del monte Sinaí, con la ilusión de que algún día me saldrían alas [“Yo tenía seis años y todos me llamaban Pardal.” (p. 24)] y podría llegar a Buenos Aires. Pero jamás sobrepasé aquella montaña mágica.” (pp. 24-25)—, aquel primer día, sí: “Mis piernas decidieron por mí. Caminaron hacia el Sinaí con una determinación desconocida hasta entonces. Esta vez llegaría hasta Coruña y embarcaría de polizón en uno de esos barcos que iban a Buenos Aires” (p. 27).

    ¿Qué hay de raro en que un niño gallego del interior fantasee con América cuando se ha criado en una tierra en la que el Río de la Plata está al otro lado del charco? —“[…] y leyó con una voz increíble, espléndida, que parecía salida de la radio de Manolo Suárez, el indiano de Montevideo.” (p. 29);   “Era Amelia, la vecina, que trabajaba en casa de Suárez, el indiano.” (p. 37)—. Nada. ¿Y con la Tierra Prometida de Moisés? ¿Es que me vas a decir, me preguntará el lector escéptico, que este pardillo encarna a Moisés?

   Naturalmente que no es Moisés. Porque quien sueña con la tierra Prometida y, por el desenlace abierto, más bien entrecerrado, del cuento, no llegará a pisarla, es el maestro:   “Y se dirigía hacia el ventanal, con la mirada ausente, perdida en el Sinaí” (p. 32). Y él es quien duda de Yahvé: “no sé por qué dicen que el nuevo maestro es un ateo” (p. 30).

   Pero tal vez, y más allá de la intención consciente de Rivas, Josué, el lugarteniente de Moisés, quien sí alcanzó a conocer la Terra Incógnita: “Recorríamos las orillas del río, las gándaras, el bosque y subíamos al monte Sinaí. Cada uno de esos viajes era para mí como una ruta del descubrimiento [¿de América?]. Volvíamos siempre con un tesoro” (p. 34). “Al regreso, cantábamos por los caminos como dos viejos compañeros” (p. 35).

    Una lectora sagaz, un lector perspicaz, objetará que no hay en el texto la más mínima marca deíctica espacial —acá, para el espacio de la narración; o allá, para el narrado— que permita anclarlo en el Río de la Plata, y así es, puesto que esa evocación —“ahora recuerdo”— constituiría una burbuja de la memoria en fantasma en que vive el narrador. Y, por lo demás, se nos antoja inevitable esa deixis espacial —aquí/ahí/allí— en el caso de que la narración la llevara a cabo él desde el mismo escenario de la acción narrada. Se podrá sentenciar, en fin, salomónicamente, que la ausencia de una deixis marcada deja la partida del narrador —con los lectores— en tablas… de la Ley…de la Deixis.  

    Quiero creer, como desiderata epilogal de este revoloteo sobre “el nido del Pardal”,  que Moncho echara alas para volar, como un alción embarcado en Coruña, para llegar a Buenos Aires—¿o Montevideo, para volverse Don Ramón el indiano?— y anidar allá.


La lengua de las mariposas

 

 

 

 

 

 
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