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ISSN 1989-4163

NUMERO 96 - OCTUBRE 2018

El Ladrón de las Palabras

Francisco Gómez

   Albanta era la maravilla de la creación hecha tierra prometida. El sueño de todo hombre que busca la felicidad en un paraíso terrenal. Ésta era la mejor definición de Albanta y todos suscribían esta afirmación sustentada en los observables datos de la realidad.
El dinero, invento artificial de los albantianos, fue desterrado del mundo del comercio para sustituirlo por el trueque, de acuerdo a las necesidades de cada cual. El papel moneda, que tantas envidias y malos humores había provocado entre los habitantes de aquel mundo tiempo ha, desapareció de la memoria. La economía funcionaba según la regla del intercambio de necesidades. Yo necesito esto y tú lo tienes y lo intercambiamos. Satisfacemos nuestras mutuas necesidades y aquí todos contentos
Los mercadillos eran los centros de intercambio en plazas públicas vistosas, coloristas, multirraciales donde las gentes de infinidad de pueblos se reunían para celebrar la ceremonia del intercambio necesario. No había diferencias extremas entre ricos y pobres aunque la acumulación material persistía en clases más acomodadas y otras más modestas que contaban con suficientes medios para vivir.
También podían intercambiarse productos a través de los “hakers”, máquinas ideadas para comunicar las necesidades de los albantianos de un punto a otro del planeta. Con diligencia los servicios de transporte remitían el pedido a través del trueque.
Los hombres y mujeres de Albanta trabajaban sólo tres de los diez días de la semana en horario de mañana y disfrutaban de mucho tiempo libre para vivir con sus familiares y amigos y emplearlo en el ocio que llenase sus almas de buenos sentimientos y esperanzas en la generalizada creencia de que cada día sería un poco mejor en Albanta.
Hombres, mujeres, niños y ancianos se reunían en las ágoras públicas para escuchar los textos literarios y filosóficos que escribían los personajes dedicados a la República de las Letras. Los escritos primero se escuchaban y luego el público argumentaba su validez o disconformidad con las ideas expuestas. El teatro se erigía en centro de atención de sus vecinos. Sus ávidos ojos expectantes de cultura contemplaban las comedias y tragedias que las obras representaban, todas con una enseñanza moral positiva, con reglas prácticas para caminar por los entresijos de la vida.
Los cafelibros eran puntos de atracción constante donde los naturales de cada aldea, pueblo o ciudad acudían a primeras horas de la tarde para leer libros de poesía, novela, ensayo, tratados científicos, biográficos, viajeros y ensanchar sus ansias de conocimiento para colmar los vasos de su curiosidad. Degustaban el clásico té rojo con esencias de menta y fresa mientras leían tranquilos la última novela de Máuser o el recién publicado estudio de Narima sobre arte y buenas costumbres.
Las familias estaban unidas por los lazos del amor bueno y sincero. No había padres que renegaran de sus hijos, ni hijos que olvidaran la memoria de sus progenitores y los abandonaran a su suerte en la ancianidad. Las distintas generaciones de cada clan se reunían a la luz de las hogueras mientras degustaban complacidos los manjares de Albanta.
Las tardes de verano a la caída del sol eran esperadas con ansiedad por los albantiano cuando bajaban a las esquinas de sus casas para comentar los episodios del día, compartir los efectos mitigadores del calor y conocerse sin reservas unos a otros.
Ninguna puerta de ninguna casa permanecía cerrada porque hacía muchas de las tres lunas de Albanta -Losa, Cocisfran y Guitar-, los amigos de lo ajeno habían desaparecido de la faz del planeta verde. Compartían sus abundancias y carencias para que nadie pasara necesidad y las familias y vecinos se querían.
Todos los habitantes de Albanta trabajaban en las profesiones y oficios que en realidad les gustaban sin importar que algunos se equivocaran en la elección de oficio o profesión pues siempre estaban a tiempo de rectificar y cambiar sus aires laborales. Probaban en un trabajo que podría ser de su agrado y una vez transcurrido un tiempo prudencial o bien se quedaban en ese puesto o bien cambiaban a otra actividad laboral, profesional, intelectual.
Albanta era la Arcadia feliz ideada por los poetas e historiadores. Un mundo venturoso para sus habitantes. Pero en toda época de felicidad rumia la inquietud del peligro.
Así era. Parece que en toda situación real o imaginada de felicidad, de bienestar espiritual siempre hay almas envidiosas que no pueden soportar la paz y la calma del prójimo, quizás porque sus adentros están en movimiento impulsivo y desasosegante. Como si los estados de alegría nunca pudieran ser permanentes y la condición de quienes pisan la tierra fuese el perenne cambio de ánimo; de la felicidad a la desgracia, en un ciclo continuo y sin fin hasta que cada ser emprendía su último y definitivo viaje.
“No puede ser. No lo soporto. Me irrita tanta dicha. Tengo que acabar con esa perpetua sonrisa en los labios. Nuestro mundo no es así no puedo permitir que mis súbditos puedan ver un espejo de tanta felicidad en el que deseen reflejarse”.
-Señor, tú que eres sabio, poderoso y maquiavélico. Debes hacer algo para acabar con esa vida feliz de Albanta.
-Sí, pero tú, ¿qué me aconsejarías, augur de la noche?
-Róbales las palabras más sagradas.
-¿Robarles sus palabras? ¿Qué me quieres decir?
-Si desaparecen los vocablos más importantes de Albanta, ninguno de sus miserables ciudadanos podrá vivir su significado y un mar de confusión se cernirá sobre ellos. Las tinieblas llenarán sus vidas, como tú deseas.
Quienes así hablaban en un espacio silencioso y sepulcral, carente de luz, austero por todos los rincones, era el señor Berliot, máxima autoridad de Sildavia y su fiel consejero Antonidis, atento vigilante de las desgracias ajenas y degustador de los fracasos del vecino.
Sildavia era la antítesis viva y palpable de Albanta. El día y la noche. El frío y el calor. La alegría y la tristeza. El sol apenas iluminaba este planeta un par de horas cada día. Sus habitantes eran hoscos, silenciosos, desconfiados. El dinero era la base de su economía y relaciones comerciales. Tantos “rules” tenías tanto valías y si no, condenado al ostracismo más oscuro. Las relaciones de los sildavianos se antojaban cerradas y mínimas. Primaba el principio de ir cada uno a lo suyo, a su bola. Utilizar al otro todo lo que se pudiera. Así no eran infrecuentes las guerras entre pueblos por la tierra, por símbolos caducos, por la tenencia de plantas, escasas a causa de la mínima porción de luz que llegaba al planeta, por disfrutar de los balnearios de aguas tranquilas y descanso de los aguerridos hombres y mujeres de Sildavia. La vida se definía por su aspereza, dureza y desconfianza y sobre todo por la falta de amor de unos con otros.
Berliot se sentía feliz al contemplar la desdicha de sus súbditos, que debían trabajar todos los días de la semana para ganar los ansiados rules con los que llenar sus despensa y sus casas, cerradas a cal y canto de las miradas envidiosas de los vecinos. La envidia de las posesiones ajenas provocaba largas e interminables guerras entre ciudades y pueblos de Sildavia, que encarecían el precio del agua pero creaban un progresivo florecimiento del negocio de las armas. Berliot estaba cada vez más dichoso, excepto aquel grano que tanto le molestaba y debía extirpar: Albanta.
-¿Qué plan me propones, Antonidis?
-Ir a su capital, Losantacruz, robarles el libro sagrado para condenar al olvido a las palabras principales.
Dicho y hecho. Una oscura matinada del mes de Ergón, disfrazados con ropajes claros y sonrisas postizas, el mago Berliot y su ayo Antonidis cogieron una hidronave galáctica para recorrer la distancia que separaba ambos planetas. A medida que llegaban a la atmósfera verdiceleste de Albanta, las encías le dolían cada vez más a Berliot de la tensión que sufría al tener que aguantar la impostura de los fingidos dientes sonrientes y su ánimo se ensombrecía cuando contemplaba la capital de aquel mundo dichoso. Losantacruz, con sus torres altivas y luminosas, sus calles anchas y abiertas, sus gentes risueñas y la franca sonrisa en la boca. Un mundo sin prisas, envidias, discordias ni malos rollos.
-Me desespera tanta felicidad…
-Tranquilo, Señor. Estamos aquí para que empiecen a conocer el reino de las sombras.
El hidroavión se transmutó en un aerotaxi forma de paloma torcal y posó el tren de aterrizaje en una de las avenidas próximas al Museo Bienvenidos. Con sendos ropajes de albantianos, los habitantes de la noche se dirigieron a la entrada del recinto, cuyas puertas estaban abiertas de par en par y sin vigilancia.
-Esto va a ser coser y cantar, jefe.
-Lo creeré cuando esté lejos de este horrible mundo.
Cruzaban los pasillos solitarios a esas primeras horas de la soleada mañana hasta que llegaron al objetivo de su destino. Expuesto en una vitrina, sin más vigilancia que una desenfocada cámara de seguridad y un cristal se encontraba el Sumo Diccionario de Palabras de Albanta. El texto iniciático que daba significado y vida al universo de los sentimientos y emociones de quienes vivían en aquella verde tierra..
Engañaron al objetivo de la cámara, abrieron sin fisuras el cristal y tomaron precipitadamente el compendio léxico para emprender la fuga con avidez.
-Ahora probaréis el dolor de la noche, pobres ingenuos.
-Así, Señor. Que sientan en su piel tu aliento oscuro.
Regresaron a la hidronave y surcaron precipitadamente el cielo hasta llegar al espacio silencioso. Berliot comenzó a buscar en el diccionario las palabras que deseaba desterrar. Empezó a hojear por la “A”.
-Amor. Ésta es la primera que quiero eliminar.
Quitose rápidamente la dentadura y engulló en las tinieblas de su cuerpo esta santa palabra.
-Veamos por la “E”. Educación. Ésta tampoco me gusta. Por la “P”. Paz. Tampoco la quiero ni en negra pintura. La “S” de solidaridad al carajo. ¡Qué feliz soy! ¡Cuánta desdicha caerá sobre este absurdo mundo!
En efecto. Algo extraño comenzaba a suceder sobre los naturales de Albanta. Sus habitantes empezaban a cerrar las puertas de sus casas, sol brillaba con menos fuerza, los intercambios de necesidades por el trueque eran menos operativos y los vecinos empezaban a envidiar las posesiones de los otros. Albanta se volvía sombría y sus gentes empezaban a padecer el terrible signo de la insolidaridad y la falta de amor, palabras que cobraban menos fuerza y voluntad en sus almas.
Lo más terrible sucedió con la desaparición del amor. Las miradas se volvían hostiles, las caras contraídas, los gestos sonrientes escasos. Las madres no cuidaban con tanto mimo y cariño a los hijos, los abuelos quedaban olvidados en los rincones. Surgían las disputas por herencias y particiones. Los albantianos iniciaron motines y rebeliones pues perseguían diferenciarse de sus compatriotas con muestras materiales de riqueza y el trueque no parecía el mejor sistema para lograr este propósito. Los ciudadanos exigían en manifestaciones la creación de un banco que emitiese papel moneda y así se hizo. Para ganar más dinero debían trabajar más y más duro y más tiempo. Comenzó a laborarse todos los días y las gentes empezaron a tener menos tiempo libre para leer y disfrutar de las obra de teatro y debatir sus ideas en las ágoras públicas.
Los habitantes del otrora mundo idílico se volvían oscuros y desarraigados de lazos familiares y vecinales. Berliot disfrutaba del espectáculo con estruendosas carcajadas mientras Antonidis le rascaba la espalda.
Aterrizaron en Sildavia. Un paje corrió apresuradamente en dirección a la hidronave. Cuando bajaba Berliot de la escalinata de la aeronave, el lacayo le comunicó las nuevas malas noticias.
-Señor, los súbditos de su Alteza se han rebelado contra su augusta autoridad. Todo el planeta clama contra su persona. Derriban de las plazas sus monumentos y fotografías y desobedecen sistemáticamente su poder. Reniegan de su alto mandato. Todos los pueblos han firmado la paz y nadie ansía más posesiones materiales que nadie. Han renegado de los rules y los han quemado en enormes piras públicas. Reniegan de trabajar todos los días de la semana y para sorpresa de todos, el sol ha comenzado a alumbrar con más fuerza. Las plantas crecen por todos los sitios y el agua brota en múltiples manantiales. Sus súbditos que ahora quieren llamarse ciudadanos libres, abominan de su vida anterior y desean disfrutar de más tiempo libre.
-¿Cómo ha ocurrido esto? ¿Qué ha pasado durante mi ausencia?
-Señor, un grupo de insurrectos, llamados a sí mismos, los libertadores, empezaron a recorrer las calles, plazas y pueblos y ciudades, animando a los sildavianos a escribir un diccionario con las palabras que más añoran, desterradas de sus vidas. Todos proclamaban las palabras “amor”, “paz”, “solidaridad”, “amistad”, “vecindad”. Confeccionaron un diccionario y lo han llevado a la práctica en sus vidas. La rebelión se propagó como llama imparable y nadie os quiera ya aquí, Alteza.
Berliot y Antonidis aspiraron con resignación los últimos aromas de Sildavia antes que llegaran esencias de jazmines y rosas junto al té rojo con menta que comenzaba a tomarse en todas las casas.
-Está visto que nada dura eternamente. Las fuerzas contrarias están en perpetuo movimiento. Bien y mal. Alegría y tristeza. Felicidad y desgracia. Las palabras siempre pugnan por salir a la superficie y romper los maleficios de los mundos donde son ignoradas. Ahora Sildavia es Albanta y Albanta Sidavia. Mañana quién sabe si será al revés y así continuamente en perpetuo movimiento. Nadie es feliz siempre ni desgraciado continuamente. Las palabras lo llevan escrito en la piel de su esencia.
Parte II
Berliot vagaba de una parte a otra del universo conocido sin saber dónde podría posar sus reales y siniestras posaderas, acompañado en la soledad de su destierro de su fiel lacayo Antonidis.
Veía desde su periscopio los mundos objeto de su posible asentamiento pero descartaba el intento de arrebatarles sus preciadas palabras. Quizás te preguntes, querido lector, por qué no intentaba su asalto a otro mundo como ocurrió en Albanta. En ellos conviven el bien y el mal, la alegría y la tristeza, la bondad y la insolidaridad. Sus habitantes viven una amplia variedad de tonos, de diversa intensidad de luces y nunca dominaría plenamente sus conciencias.
El pobre Berliot, señor de las soledades y la melancolía, deambulaba de aquí para allá. Nunca sabremos si para siempre a la búsqueda de mundos planos sin tanta amplitud de grises. Pero qué sabemos si esta aventura forma parte de otra historia…


El ladrón de las palabras

 

 

 

 

 

 
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