La semana pasada fui a mi librería, a buscar el libro «La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres» de Siri Hustvedt. Me encontraba hojeando las páginas de la recopilación de sus ensayos, conferencias, y otros escritos sobre el arte, cuando se me acercó una compañera del club de lectura y al ver el nombre de la autora me dijo: «es la mujer de Paul Auster, ¿cierto? Contesté afirmativamente y sin hacer comentario alguno. Más tarde, mientras me encontraba charlando en el bar, y el libro se encontraba sobre la mesa, se me acercó otra compañera del club y soltó el siguiente comentario: «he leído una novela de ella, no estaba mal. Es la esposa de Paul Auster, debe ser fácil para ella conseguir editor» dijo, con aire de escritora frustrada. Lo único que habían retenido en la memoria, éstas dos compañeras, era que Siri Hustvedt es la esposa del afamado Paul Auster. No habían averiguado nada sobre ella, no sabían que esta extraordinaria intelectual, filóloga, doctor honoris causa de la Universidad de Oslo, conferenciante sobre temas de psiquiatría, —muy elogiada por Oliver Sacks, quien la describe como una brillante exploradora de la mente y el cerebro—, se sostiene por mérito propio. No sabían de que ha sido premiada por la adaptación de una de sus novelas al cine, que se la solicita para dar conferencias en las más prestigiosas universidades del mundo y para escribir los prólogos de los catálogos de importantes exposiciones de arte, un tema que domina profundamente. En fin, para muchas, es la mujer de Paul Auster y punto.
Lo anterior me hizo revivir algunos episodios similares, siempre sorprendentes. Cuando me dedicaba a la publicidad, una de las cuentas más importantes que atendía era la de una prestigiosa institución financiera. Su mayor accionista era un hombre al que le encantaba participar en desarrollo de las campañas publicitarias. E. M., la gerente de la principal sucursal de la institución, una mujer inteligente, y muy elegante, con la que trabajábamos directamente. Un día, el hombre me dijo: «la competencia quiere llevarse a E. M., la voy a nombrar Vice-presidente de la institución, es muy hábil y más competente que la mayoría de mis colaboradores. De ahora en adelante vuestro contacto cotidiano será R.O.». Cuando regresé a las oficinas, con la noticia, una de las ejecutivas de cuenta sonrió con malicia, y en voz alta exclamó: «¡lo que hace un buen trasero!». Ella, la ejecutiva, había olvidado, súbitamente, que trabajar con esa mujer había sido un privilegio. Podría describir docenas de anécdotas similares, siempre de mujeres, sobre otras mujeres.
Hace unos meses visité a una prima que estaba en el hospital. Durante el tiempo que le hice compañía, fueron llegando alguno de sus amigos, y parientes a quienes yo no conocía, ni ellos a mí. Cada vez que me presentó, hizo hincapié en el hecho de que mi marido es un notable pianista. Así, me convirtió en alguien a través del otro. Podría haber dicho: «mi prima artista, mi prima la escritora, o, sencillamente, les presento a mi prima».