«—¿Y dónde tienes pensado que te entierren?,
me dijiste soñando camposantos de cenizas.
Y, sáxeo, te señalé la piedra:
—El reposo absoluto de tu insomnio,
dije, espiando el aire por los labios»
De Penn Center
«La nuca despejada con agua fría, la caricia limpia de la camisa, el aroma de la sopa de tomillo reconcilian al cuerpo con su dolor a esa hora de la luz incierta en que las gaviotas y los cuellos de las gabardinas vuelan bajo». Espuelas de papel, Olga Merino
*
Contra este aire de agua, latido y encrucijadas,
contra esta salud de piedra mojada,
llueve por los rincones del balcón de los huesos,
y no queda más que un moho en las espaldas,
que acecha en otoño como espadas en esquinas,
como miedos de inquina que traslucen su vista agotada,
como gotas de manchas que asolan las madrugadas
y se instalan, eternas, en las vertientes del cuerpo.
Verdes ansias compran en el mercado negro
despojos de ojos para esa mirada de una calle,
entre sábados que ajustan sus sábanas al viejo estilo
siglo XX de aquellas caricias de algodón y mantas.
No hay que tocar las hojas caducas de los almanaques
sino suspirar del aroma de las manos a tomillo el aspirar,
consolar ritmos de intemperies con sus noches agotadas,
las savias agostadas de abrazos, los colores y sus letanías,
este rencor por la vida que ha entrado
en forma de torbellino a caballo,
latiendo establos y oliendo mundos,
limitando montes y aspirando musgos,
acariciando hojas y latiendo muslos.
Este rencor de calendarios que se afanan
por transgredir límites ocultos
y se encaminan en forma de piedra,
latente, como una vorágine desperdigada
que soñase solo veranos de playas y adolescencia,
trenzas aquellas al lento vaivén de unas coletas.
Octubre es esa luz incierta de las gaviotas sin mar
con los cuellos altos, regando vahos,
rozando oscuridades, rizando insomnios en pesadillas
bajo el suelo de los huesos de la cama:
Asolación de madrugadas
donde desayunar es ya solo el refugio caliente de una taza
o el triste mareo de una ventana apagada.
La noche ha asolado la madrugada
y no queda ni una gota de carmín en los labios
amanecidos de otoño,
dormidos de huellas y aullidos de lluvia.
Los pulmones, por el frío, en el interior,
dice ese hombre que se fuma su soledad
y le habla al vaho de su cuello tan alto,
tan alto como el miedo que lo devora
y vuela ese miedo de luto y sueño,
asolación de madrugadas,
hasta que no queda ni nadie
para darle un respiro
a ese hombre que afila su desierto.
Por la trastienda de un sigilo,
en medio de sonámbulos trenes
con sus máquinas de vapor y noches,
a través de las vías medio muertas
de ventanillas y vagones, fogones
los ojos llorando de tanto humo,
carbonilla y andenes, de tanta dilación,
me estás esperando.
Es esta vieja sed, otoño de los muertos,
que tienen la boca agrietada, seca
de esa tierra yerma, y de este tremedal
que diezma en el camposanto
la estrechez de tu cuerpo.
Cuando la noche ha asolado ya todas las madrugadas,
me sigues esperando.
.
Madrid-L’Albir-Madrid, junio-septiembre 2017