Francisco Cabo Mellado, Paco El Marino, era un crápula y también era muy guapo. De hecho, mirando las fotos antiguas, a mí me parece un hombre de aspecto moderno disfrazado de galán antiguo, como si Brad Pitt o Russell Crowe se caracterizaran con el objetivo de resultar creíbles en una película de época.
Para que nos hagamos una idea de la fama que lo precedía y el cariño que despertaba en sus parientes más cercanos, mi tía abuela cuenta que, cuando Paco todavía era un adolescente, en la Valencia de finales del XIX, la policía fue a buscarlo al domicilio familiar para pedirle explicaciones por un hecho delictivo y, como no estaba, el padre, que era un hombre honrado, carpintero del Ayuntamiento de Valencia, les suplicó a los guardias: “si lo encuentran matenlo de una pedrada, por favor”.
Hasta ese punto querían a Paco.
La gota que colmó el vaso cayó en 1891 cuando, todavía en el instituto con veinte años, desafió al tribunal que le negó la revisisión de su examen de física y química. En el documento que lo atestigua, la anécdota resulta inocente, porque lo que se cuenta es que Paco, indignado ante la imposibilidad de revisar su ejercicio, rompió la papeleta del examen en mil pedazos, delante de más de cincuenta alumnos, y la lanzó con rabia contra los profesores; una acción rebelde, aunque inofensiva, que supuso su inmediata expulsión.
Con el tiempo y la cadena de voces que se fueron apropiando de esta historia, la “papeleta” se convirtió en un “tintero” y la transformación de objeto blando en objeto duro contribuyó a acentuar la fama de malote del tío Paco entre las generaciones posteriores de Cabos y Mellados, que jamás llegaron a conocerlo.
Lo importante es que, fuera papeleta o tintero, su padre, harto de él y de sus trastadas, tras este incidente lo echó de casa; y así fue como Paco, desamparado, deambuló nadie sabe cómo ni por qué hasta el puerto de Valencia y, de una manera del todo imprevista, se convirtió en marinero, una profesión que sorprendentemente le gustó.
Tuvo éxito en el mar y el rumor de que le iban bien las cosas cruzó montañas y océanos hasta alcanzar la puerta de la misma casa de la que lo habían expulsado por cafre. Fue perdonado y recibido de nuevo por la familia, que acogió con alegría lo que Paco les contó durante un permiso en algún momento entre 1901 y 1902: en el alto de una de sus travesías, se había enamorado de una chica británica y quería que sus padres, desde Valencia, le escribieran una carta para pedirle formalmente relaciones.
Todo hacía pensar que Paco se había reformado por completo, se había vuelto un hombre de provecho, con las ideas claras y el amor a su profesión y a una mujer inglesa como luz de su de repente organizada vida. Error: los chicos malos nunca cambian.
Mientras, ya con casi treinta años, disfrutaba de sus vacaciones en la Valencia de Blasco Ibáñez (¿quién sabe si Paco y Blasco se cruzaron alguna vez sin conocerse, ignorantes de sus destinos tan distintos, por la calle Caballeros o la Plaza de la Virgen?), volvió a hacer de las suyas y, olvidándose del compromiso que le unía a la probablemente pálida chica de las islas, se lio con Amparo Noguera, una valenciana a la que dejó embarazada.
Honrado en el fondo, como a pesar de ser un crápula latía en él un residual sentido del honor, contra la voluntad de su familia, que desilusionada rechazó a Amparo desde un principio, antes de volver a hacerse a la mar, Paco el Marino se casó con ella.
Aquí empieza el misterio:
La víspera de volverse a embarcar -esta vez como piloto en el vapor Neptuno, que cubría la ruta de Amberes al puerto mexicano de Tampico-, la leyenda familiar sostiene que Paco entró en la cocina para despedirse de su madre y le dijo lo siguiente: “Mare, com sé que no li farà falta res, jo ja no tornaré mes”*.
Y así fue: nunca más volvió.
No llegó a conocer a su hija, Amparo Cabo Noguera, porque el 25 de noviembre de 1902 el Neptuno naufragó, incapaz de atravesar una tormenta apocalíptica. Hay muy poca información sobre el naufragio y, aunque en Valencia, gracias a la influencia del padre de Paco en el Ayuntamiento, los periódicos se hicieron eco de la tragedia, nunca quedó muy claro si Paco El Marino de verdad había muerto.
De la tripulación de 29 hombres, siete sobrevivieron, pero la lista con los nombres de los afortunados no se difundió o, por lo menos, no figura entre la multitud de recortes y fotografías que se conservan sobre el suceso en una maltrecha caja de cartón.
Mi tía, que es mayor pero no tanto y nació un par de décadas después de que Paco desapareciera, cierra el relato con un dato un tanto perturbador: cuando ella y sus cuatro hermanos eran pequeños, una pitonisa que pasaba por allí aseguró que Paco se había reencarnado en la tía Titina, la cuarta hermana.
Nadie lo rebatió.