Para mi nieta Sofía
I
Más allá de las fronteras invisibles del país de nunca jamás, en donde la edad no existe y el tiempo flota inútil aguardando la víspera del minuto siguiente.
Más allá de Asgard, bastión de las manzanas de Iduna (fuente nutricia de la juventud eterna), codiciadas hasta por los mismos dioses.
Más allá del país de tantas maravillas, el del Conejo Blanco de ojos rojizos (vestido de etiqueta y leontina en el bolsillo), que no se reproduce en émulos de sí, sino en raras especies surgiendo inapagables de la grutas de imago. Niña, Pájaro, Reptil, Pez-mayordomo, Minino casi alado retráctil en su sombra, Cerdo, Oruga, Lirón, Liebre de Marzo, proceden del mismo soplo mágico: Sombrerero sempiterno del lenguaje cifrado: summa y reconocimiento de los yoes posibles. Reino de los espejos y de las cerraduras que no mienten.
Más allá del reino Wildeano del Príncipe Feliz, nido de la golondra compasiva que nunca dice adiós, que vuelve siempre.
Aún más allá de la fronda selvática de Horacio Quiroga, o, polo a polo, de las aguas sirenáicas del tramontano Andersen.
Allí, en el lugar exacto, donde el viento retorna de su viaje ya cansado de tanto trajinar, existe un pueblo-elixir, un burgo-alma que de sólo mirarlo te arrebata, y al instante (si tal momento existe) vacía en ti todos sus cuentos.
Invita, pues, Sofía, niña, al hada de tu curiosidad a franquear el umbral dorado de este juego incesante de espejos: serás la magia tú y el mago y el sombrero y el conejo blanco urdiendo sortilegios, y el guante prestidigitador.
II
Emerjo apenas del laberinto mágico del país de los cuentos, en donde todo ocurre de modo diferente: los verbos adjetivan, los adjetivos callan, los personajes cuelgan sus indumentos y abordan el carruaje del flujo de los nombres.
De pronto, alguna plaza se me insinuaba tímida con sus árboles blancos. Yo ponía mis manos en sus tocones secos y enseguida florecían los pájaros, y trinaban las flores, y las ramas en Jauja emprendían el vuelo.
Los autos navegaban hiriendo con sus remos los dedos ateridos del calor del invierno. Los barcos eran fechas con el timón al centro.
Dormían las madres al arrullo de niños que despertaban tristes cuatro semanas antes de su parto de ensueño con un chupón de fuego entre los labios, riéndose de la muerte.
Las palabras lamían el corazón de los enanos sólo para soñarse hadas propicias a todos los deseos.
Aparece el crepúsculo y repliega los velos de la noche soleada al sembrar mariposas sobre las azoteas:
Y empiezan a diluirse los colores del sueño.