Los dos eran adolescentes. Se gustaban, pero su extremada timidez los enmudecía. Él se llamaba Ramiro y, ella, Merche. Una mañana de verano, encontrándose ambos disfrutando sus vacaciones estivales, se citaron en “La Herradura”. Un lugar del río que debía este nombre a la pronunciada curva que la corriente fluvial presentaba en aquel punto. Merche llegó allí primero. Pocos minutos más tarde Ramiro se reunió con ella. Tras saludarse, él tomó asiento a su lado. Nerviosos y apocados, guardaron silencio un tiempo, observando el agua que, en algunos puntos, reverberaba iluminada por el tórrido sol. Al suave susurrar del líquido en movimiento se unía el que hacían, frotándose entre sí, las hojas del sauce llorón que les procuraba sombra. Por entre sus ramas algunos pájaros revoloteaban soltando trinos que se mezclaban con el monótono y penetrante chirrido de las cigarras. De vez en cuando, los dos adolescentes se miraban a hurtadillas. No encontraban qué decirse.
—Hace mucho calor hoy, ¿verdad? —por fin comentó él, librando con dificultad su garganta del tapón que la bloqueaba.
—Mucho calor —reconoció ella.
—Podríamos bañarnos, ¿no? El agua estará fresquita, agradable.
—¿Tú sabes nadar?
—Sí, ¿y tú?
—Yo también sé, pero no llevo bañador.
—Tampoco yo. Podríamos bañarnos sin bañador —tratando él de disimular la ansiedad que, de repente, lo embargaba.
—No, sin bañador, no. Me daría mucha vergüenza que me vieses desnuda.
—También a mí me la daría que me vieses desnudo. Sin embargo…
A ambos se les llenaron de amapolas las mejillas, sus ojos centellearon y sus bocas se estremecieron. No obstante, la tentación fue tan fuerte que se impuso al pudor. Merche, abrazándose las piernas cubiertas hasta los tobillos por el ligero vestido que llevaba puesto, apoyado sobre las rodillas su rostro juvenil, propuso balbuceante, turbada:
—Bueno yo, quizás, si te vuelves de espaldas y no me miras…
Con voz tan insegura como la de ella, Ramiro retorciéndose las manos consideró:
—Bueno, yo no te miro y tú no me miras, ¿vale?
—Vale.
Se pusieron de pie y se situaron dándose la espalda. Tuvieron un instante de duda y después se quitaron la ropa con rapidez, para evitar arrepentirse, dejándola sobre el suelo.
—Yo me la he quitado toda ya —anunció él.
—Yo también —dijo ella un minuto más tarde.
Era tan inusual este hecho para ellos que, en su desnudez, se sintieron extraños, desasosegados. Pero también muy excitados. El deseo de verse se les hizo más fuerte que ningún otro sentimiento. Y permitieron los venciera.
—Por favor, ¿puedo verte solo un segundo? Me gustaría tanto —suplicó él.
—Vale, pero solo un segundo —concedió ella, tras hacerle esperar un minuto largo.
Se giraron los dos al mismo tiempo, temblorosos, expectantes, para quedar, al instante, fascinados por la extraordinaria belleza que veían en el otro. Ramiro quiso decir algo, expresar su admiración, pero se encontró sin voz. Merche también quiso decir algo y tampoco encontró la suya. Se recorrieron con los ojos, primero en su totalidad, luego con deleitoso detenimiento, recreándose, sintiendo que la emoción les erizaba la trémula piel. Sus maravillados ojos se hablaron:
—Eres la cosa más bella que jamás he visto. ¿Puedo tocarte?
—Si tú me tocas, yo te tocaré a ti.
—Claro.
Avanzaron el uno hacia el otro, repentina endeblez en sus piernas. Se detuvieron cuando solo unos pocos centímetros les separaban. Él alzó un brazo y su mano trémula llegó al puntiagudo pecho femenino, no desarrollado del todo todavía. Las yemas de sus dedos se cerraron en torno al pezón con la misma delicadeza que si fuese un objeto digno de veneración. Con parecida delicadeza ella colocó una mano plana sobre el tórax de él y lo acarició con suavidad de pluma. Los juveniles cuerpos de los dos vibraron, se estremecieron a la vez. Vivieron un momento mágico, descubriendo la sensualidad. Merche recobró la voz para susurrar:
—Ramiro, abrázame muy fuerte para que nunca nada ni nadie pueda separarnos.
El la encerró entre sus brazos y la apretó contra él. Gesto el suyo, tierno y protector a la vez. Poderosos los latidos de sus corazones, sus cuerpos transmitiéndose un calor abrasante, embriagador. Anhelando ambos que aquel momento sublime se eternizara.
—Me siento infinitamente feliz en tus brazos —reconoció Merche.
—También yo abrazándote —Ramiro comenzando a tener una poderosa reacción.
La muchacha sintió miedo al notar la alteración de él apoyarse contra su estómago levemente abombado, muy cerca de su flor ardiente y húmeda. Se apartó de él. Las enseñanzas represivas se habían enfrentado a sus inclinaciones ancestrales, y vencido. Cogió la mano acariciadora de Ramiro y, tirando de él, le urgió:
—¡Vamos a bañarnos!
Tan turbado como ella, Ramiro la siguió. Se lanzaron de pies al agua. La corriente no era fuerte. Nadaron contra ella para que no les alejara demasiado del lugar donde tenían sus ropas. Jugaron a hundirse, a sumergirse. Rieron. Se acariciaron con torpeza y también avidez. Se amaron con la mirada. El deseo iba ganándole terreno a la timidez, cuando asustándose acordaron regresar a la orilla. Nadaron hacia ella. Ramiro llegó antes. Le tendió la mano a Merche y la ayudó a salir. Ya no les daba tanta vergüenza como al principio su desnudez. Les causaba placer el anhelo y la admiración que mutuamente mostraban sus ojos. Creían ya ser tan hermosos como el otro los veía. Ilusión y felicidad les embriagaban. Sin embargo, cuando tomaron asiento cerca de donde estaban sus ropas, ella se sentó con las piernas tan cerradas y el cuerpo pegado a ellas, que ocultaba las voluptuosas partes suyas que el pudor le exigía. Él también le ocultó a ella su sexo enardecido. No decidieron vestirse todavía, temiendo que, en cuanto lo hicieran, acabaría la hechizante experiencia que vivían.
—¿En qué piensas? —rompió él un largo silencio durante el que eludieron mirarse.
—En nosotros —confesó ella sincera.
—¿En nosotros cómo? —anhelante él como si esperase arrancarle un gran secreto.
—En nosotros viviendo siempre juntos y sintiéndonos tan felices como nos sentimos ahora, en este momento —convencida de que la certeza que ella experimentaba, era compartida por él.
—Cuando seamos más mayores podremos hacerlo —tan convencido como ella de que algo así sería posible.
—Sí, cuando seamos más mayores.
En aquel momento ambos creyeron que la grandeza del amor existente entre los dos, y recién descubierto, les permitiría luchar contra el mundo entero y vencerle. Conservaban todavía la mayor parte de su inocencia. Desconocían que el paso del tiempo y múltiples enemigos se empeñarían en destruirles el prodigioso sentimiento que acababan de compartir.