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ISSN 1989-4163

NUMERO 66 - OCTUBRE 2015

Tres en Uno

Paco Piquer

 

              Cómo ha pasado el tiempo. Aún siento el salitre del agua del mar en mi espalda achicharrada por aquel sol que nos abrasaba en la orilla de la playa. Éramos incansables. Verano a verano desde que apenas nos sosteníamos en pié, jugando los tres, bajo la mirada de nuestras madres que charlaban mientras se bronceaban, ignorantes de aquella amistad que se fraguaba día a día, pese a nuestras diferencias sociales y nuestras distintas procedencias. Sí. Cómo ha pasado el tiempo. Pero no los recuerdos. Y, sobre todo, el despertar  de los sentidos  que nos marcó tanto. Nosotros dos y ella.  Siempre  juntos en aquellos veranos. Conscientes de que día a día algo estaba cambiando. Conscientes de cómo se moldeaban  nuestros cuerpos. Pendientes cada vez más, nosotros dos, de que ella era mujer. Cada vez más. A medida de que sus pechos iban atrayendo nuestras miradas, cada vez menos inocentes. A medida de que el vello ensombrecía las partes de nuestra anatomía que nos obligaban ya a cubrirnos. A medida de que no nos dejaban ya indiferentes aquellas exhibiciones de nuestros progresos sexuales que, al amparo de las tardes de bochorno, experimentábamos  en la trasera de la casa, mientras los mayores dormían la siesta. Parece que fue ayer. Aún la estoy oyendo. Subida en aquel árbol, retándonos: - Seré la novia del que primero llegue hasta mí. –  Y la carrera consiguiente. Y la exhibición del macho. Y los intentos por escalar el tronco, mientras tratábamos de evitar que lo consiguiera el contrario. Y el cimbrear de la rama. Y el grito de ella mientras caía. Y como la llevamos en volandas hasta la casa. Y sus dos brazos enyesados. Y como nos dijo: - Ha sido una señal. Los dos seréis mis novios. – Y como grabamos toscamente en la corteza de aquel árbol la  “I” de inseparables dentro de un corazón. Y como fuimos, desde entonces más que nunca, tres en uno. Y como la vida nos fue separando. Y como nos hemos encontrado ahora.

            De pronto aparece ante mí aquella mirada que no he olvidado jamás. A pesar de los años transcurridos, a pesar de su aspecto triste y descuidado, la reconozco mientras me ofrece pañuelos de papel en un semáforo ante el que he detenido mi automóvil. La sorpresa inicial me impide reaccionar. Es imposible. Ella no podría hallarse en ese estado. Aparco donde puedo y deshago el camino hasta donde me ha parecido verla. Desde la acera la observo, casi suplicando que se trate sólo de un espejismo. La confirmación de mis sospechas me provoca una desazón infinita. Se retira de pronto hacia el banco de una parada de autobús esperando amaine, de nuevo, la riada de vehículos. Me siento a su lado. Vuelve la cabeza, me mira y sus cejas enarcadas denuncian su sorpresa. Yo mantengo mi mirada en silencio. Avergonzada de mostrar aquella realidad, dirige su vista hacia un punto indeterminado como si, al reconocerme, todos los recuerdos del pasado desfilasen súbitamente por su mente. Clava en mis ojos aquella mirada, ahora líquida, que tan bien conozco y se abandona entre mis brazos en una prolongado abrazo mientras musita – No es cierto. No soy yo. Vete. Nunca me has encontrado. - No resulta difícil localizar al tercer mosquetero. La obra en la que actúa se representa aquellos días en la ciudad. Al teléfono, su reacción de incredulidad se torna en ansia desmedida por encontrarnos y acude a la cafetería donde le hemos citado abandonando, sin dudarlo, el ensayo en el teatro. Que anacronismo resulta encontrarnos los tres de nuevo, en silencio, mirándonos, tocándonos, ajenos al heterogéneo público que abarrota el local. La gente nos mira y algunos creen reconocer  a uno de aquellos dos hombres que abrazan a la mujer que hace unos minutos pedía limosna en el semáforo de la esquina. Nuestras carcajadas hacen volver la cabeza a algunos clientes de la cafetería donde el destino nos ha reunido treinta años después. El famoso actor, efectivamente,  no pasa desapercibido y observo como se hablan al oído los que le reconocen señalando a mi amigo con una disimulada mirada. Él parece estar habituado e ignora la atención que despierta, concentrado como está en la anécdota que rememora ella entre grandes risas. Los observo a los dos, también yo con la sonrisa en los labios. Elegante, cuidado, educado, conocido, contempla el resultado de la metamorfosis que ha convertido, a la adolescente que abandonamos en nuestra juventud, en una mujer que, joven aún, parece haber sufrido en su cuerpo, avejentado a destiempo, los avatares de una vida difícil o de un pasado oscuro. Sus ropas, usadas, sucias, ajadas, delatan su pobreza. El conjunto no consigue ocultar la belleza de aquel rostro ni el brillo de aquella mirada que, en el pasado, nos llevó a enfrentarnos en batallas incruentas por conseguir el pañuelo de nuestra princesa compartida.

            En la playa, desierta aún de bañistas, tres cuerpos desnudos se exponen al tibio sol de primavera. La playa, que hace años fue denominador común de nuestro despertar a la vida, de nuestras primeras ilusiones y desengaños, nos atrae como un poderoso imán. Con un magnetismo salvaje. Como si nuestra presencia allí conformase un milagro liberador de los pasados próximos y, despojados de nuestras servidumbres, nuestros éxitos y nuestras miserias, pudiésemos, como en un tránsito maravilloso, retornar a la niñez que nos unió en aquella orilla verano tras verano. No hemos tenido necesidad de pronunciar una palabra. El coche nos ha conducido, guiado por una precisa brújula, al lugar donde abandonamos nuestros sueños. Todo sigue igual, como si el tiempo se hubiese detenido. En la corteza del árbol en el que reconocemos nuestro corazón grabado con aquella  “I” de inseparables. En la trasera de la casa donde descubrimos el primer amor adolescente, mientras los mayores descansaban en las tardes de calor sofocante. En la arena de aquella playa que, como entonces, sentimos en nuestra piel que el paso de tantos inviernos ha despojado de su luminoso tono dorado.

            Regresamos a la ciudad inmersos en un denso silencio. Pienso si no habrá resultado absurdo sumergirnos en esta vorágine de recuerdos. Si el bálsamo que este encuentro ha podido proporcionar a nuestras dispares vidas servirá para calmar nuestras ansiedades cotidianas o únicamente para que, al evocarlo, esbocemos una sonrisa de complicidad que solo nosotros comprenderemos. Sabemos que esta será una separación definitiva. Nuestras vidas han sido ya marcadas por el signo que el destino ha querido atribuirnos y es inútil intentar regresar a un pasado que se llevó cualquiera de aquellas olas que rompían en la playa. Al unísono le preguntamos que podemos hacer por ella, de que modo una ayuda por nuestra parte la liberaría de sus miserias, y, con la pregunta,  dirigimos nuestras manos, instintivamente, más que a los corazones, a nuestros bolsillos, en un reflejo espontáneo de generosidad. Con un gesto sombrío, reflejando en él todo su orgullo, rechaza aquel intento de caridad mecánica y con un suave beso en la mejilla de cada uno,  desaparece silenciosamente de nuestras vidas. Mientras observamos como se aleja, la vergüenza, más que la emoción, se refleja en el frío apretón de manos con  que nos despedimos. Lejos, en aquella playa solitaria, el tibio sol de primavera busca en la arena, sin hallarlas,  las huellas de tres cuerpos que las olas han deshecho para siempre.

 

Tres en uno

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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