Remembranzas (IX) - La Obsesión de mi Padre (I)
Joaquín Lloréns
A mi padre no se le conoció otra obsesión que la caza. Le gustaba leer, disfrutaba contemplando a las mujeres hermosas, escuchando zarzuelas, la música clásica y, en su época tardía, la ópera; pero obsesión sólo sentía por la caza. No fumaba. Solo fumó un puro en unas fiestas de moros y cristianos de Jijona y le entró tal mareo que nunca repitió. Comía de régimen desde que en la postguerra le empezaron unos terribles dolores de cabeza que, según le diagnosticaron los médicos, eran producidos por un mal desarrollo del hígado originado por la escasez de alimentos durante los tres años de la Guerra Civil. Ello hizo que se limitara a comer muy poca variedad de alimentos. No probaba el chocolate, ni el marisco, ni el pescado azul, ni alimentos grasientos, etcétera. Así pues, pasó por la vida sin disfrutar de la gula y por ese motivo aborrecía tener que comer en un restaurante, lo que solo hacía cuando no le quedaba otro remedio. Tampoco bebía alcohol. De hecho, ni siquiera entraba en los bares, salvo casos extremos en los que le era inevitable, lo que en Bilbao constituía un caso de estudio. No le gustaba viajar. Apenas viajó al extranjero en dos ocasiones: a París en su viaje de novios y a Cuba con un grupo de turroneros. No se le conocieron amantes. Ni siquiera tras la prematura muerte de nuestra madre se tiene noticias de que hubiera tenido relaciones íntimas con otra mujer. Significativa fue la ocasión en que, saliendo de su férrea rutina, no le quedó otro remedio que almorzar fuera de su casa cuando, tras encargarse de vender el edificio que La Jijonenca tenía en Bilbao, el comprador le invitó a comer en un restaurante. Recientemente enviudado, no le quedó otra que ir. Cuando regresó a casa a media tarde y se encontró con mi hermano mayor, le dijo con cara de estupor: “¡A que no sabes que me ha dicho el comprador cuando hemos terminado de comer!”. “No”, contestó mi hermano Juan. “¡Que fuéramos a una casa de fulanas para celebrar la venta!”, exclamó escandalizado como si le hubieran propuesto matar a un bebé. Eso sí, disfrutaba con los ojos. Era ver una mujer hermosa y caérsele la baba. En el caso de las mujeres feas o gordas, era igual de extremista. Ese conjunto de particularidades no le convirtió en un santo, lamentablemente, sino en un hombre maniático y sin la más mínima mano izquierda. Al no tener debilidades –si nunca haces el idiota por haberte emborrachado o has perdido los papeles en una comilona o la cabeza por una amante, en tu vida faltan circunstancias vergonzantes que te hagan ser comprensivo con los demás–, no era nada empático con las de los demás, que las tenemos y caemos en ellas continuamente. Y la diplomacia era un arte que comprendía tan poco como el expresionismo abstracto. Baste para muestra un par de botones de cuando ya estaba viudo –sospecho que, mientras vivió, mi madre lo conseguía controlar un poco, aunque no mucho, la verdad, según mi memoria aún me recuerda–. Nos encontrábamos en la casa de mi hermana Eugenia en Madrid, mi mujer, mi hermana, uno de mis hermanos, una prima de Jijona y mi padre. El motivo era la boda de un familiar de Madrid. La prima de Jijona, joven aunque ya separada, se había puesto algo rolliza. Cuando estábamos en la salita haciendo tiempo para ir a la iglesia, mi prima se asomó allí. Llevaba un vestido un poco hortera y su redondeada figura tampoco le ayudaba a mejorar su aspecto general, pero ella estaba encantada, así que, según entró a la habitación, nos miró a todos con una sonrisa extática y preguntó sin dirigirse a nadie en particular: ¿Qué tal estoy? Es evidente que esperaba los acostumbrados halagos, aunque fueran de mero compromiso. En un primer momento nos quedamos todos callados sin saber muy bien qué decir. Entonces se escuchó la inmisericorde voz de mi padre rompiendo aquel súbito silencio: “Si mi mujer se pone así… ¡la repudio!”. La pobre se puso a llorar. El otro botón sucedió en su casa de Bilbao. Hacía un par de años que mi madre había muerto y había contratado una interina que, entre otras funciones, hacía de cocinera. No era muy ducha en los fogones, pero nos íbamos apañando. Un día cocinó un arroz, plato cuya elaboración, por otro lado, en Bilbao no se domina y que era de los que más gustaban a mi padre, como buen oriundo de Alicante. Mi padre lo probó y haciendo sonar una campanita que tenía a su lado en la mesa para dicho fin, llamó a la cocinera. Cuando esta entró y se puso a su lado, le señaló el arroz y remarcando las palabras finales le espetó: “Esto es una VIL INDECENCIA”. A pesar de todo, era un buen hombre, sin dobleces; tacaño para las minucias pero generoso para las cosas importantes, aunque, como digo, de difícil convivencia por su falta de empatía con los defectos ajenos.
Desde joven, allá en Jijona, en la provincia de Alicante, se había aficionado a patear los montes acompañado de algún perro. Siempre recordó con especial cariño a Tim, un setter inglés al que educó con el esmero de un domador. Tim no sólo cazaba estupendamente, sino que lo podía llevar a cualquier parte sin que molestara en absoluto. No tenía pereza en ir con su cuadrúpedo amigo desde el pueblo hasta alguna de las fincas de mi abuelo –a más de ocho kilómetros la más lejana– paseando con el alba por aquellos campos que solo los secanos almendros y olivos evitan hoy que hayan desertizado definitavemente, para cazar durante unas cuantas horas conejos, liebres y perdices y después regresar andando de nuevo. A la gente siempre le sorprendía la primera vez que nos visitaban en nuestra casa de Bilbao el que, en un lugar destacado, sobre uno de los dos grandes altavoces Bosé que se alzaban sobre unas mesas auxiliares de madera de cerezo del salón, se exhibiera en un marco de plata, no la clásica foto familiar, sino una en blanco y negro de un perro. El tener elevados los altavoces tenía la justificación melómana de que, según había leído, debían estar a la altura de los oídos. Después tuvo muchos más canes. El primero de los que recuerdo se llamaba Tom, un perdiguero de Burgos. En teoría me lo regaló a mí por mi séptimo u octavo cumpleaños, pero la realidad es que fue él quien lo disfrutó, ya que mi madre fue tajante con lo de no tener animales en nuestro hogar, así que el pobre Tom solo durmió en casa el día que lo trajo por mi cumpleaños y otra noche, años después, por un motivo irrepetible que no recuerdo. El resto del tiempo, y al igual que Linda –setter irlandesa–, Rufus –mezcla de perdiguero y pointer–, Gora –pachona navarra–, Andi –braco francés con pedigrí– y Tula –hija de Tom–, vivían en un enorme patio interior que tenía la fábrica de La Jijonenca en Bilbao, donde trabajó toda su vida hasta su venta, cuando se dio la anécdota arriba referida. Para él era un orgullo el brillo de pelo que lucían. Según sus palabras, se debía a que, de tanto en cuando, les daba de comer alguna tableta de turrón ya caducada. Es curioso como la influencia de mi madre fue más allá de su muerte y nunca, en los veinte años que paseó su viudedad, tuvo uno de sus perros en su casa de Bilbao.
Cada mes compraba la revista Caza y Pesca y anualmente juntaba los ejemplares que hacía encuadernar con tapa dura. A los demás siempre nos sorprendía aquella manía, ya que nunca recuerdo haberle visto releer aquellos libros de los que, como era previsible, nadie quiso hacerse cargo a su fallecimiento. Mejor suerte tuvieron su biblioteca de caza y los libros de Delibes –otro cazador compulsivo–, que actualmente reposan en casa de mi hermano Juan y en la mía. Su pasión casi enfermiza por la caza se puede constatar en el siguiente caso. Cuando nació su primera nieta en Palma de Mallorca, su nuera –no sé si fruto de la casualidad o por un motivo menos inocente– organizó el bautizo coincidiendo con la apertura de la caza de la perdiz. Cuando se percató de dicha circunstancia, directamente o vía mi madre –más diplomática, aunque sospecho que el verdadero poder en la sombra– pidió que se cambiara a cualquier otro fin de semana. Por H o por B, no se pudo o no se quiso modificar la fecha, con lo que mi padre fue el único que no acudió al evento familiar, cosa que su nuera aprovechó para reprochárselo siempre.