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ISSN 1989-4163

NUMERO 66 - OCTUBRE 2015

El Pozo de las Almas Calladas

Javier Neila

 

No sé si es de día o de noche, ni cuánto tiempo llevo aquí. Me duele todo el cuerpo y tengo continuas arcadas, aunque tras las sesiones de purgas y golpes en el estómago ya no debería quedar nada en mi marchito cuerpo. Estoy tumbada en la losa de piedra, mi única compañera; ambas heladas y desnudas. Su frio mortecino me anestesia la cara y los senos. Alrededor noto el crepitar de criaturas asquerosas que se arrastran hacia mí. No las veo, pero sé que están ahí. Esperando. Estoy revuelta en mis propias miserias, así que es sólo cuestión de tiempo que las tenga encima. Supongo que por ahora sólo son cucarachas. Las ratas vendrán luego; más cobardes al principio, se vuelven enseguida osadas con el olor de la sangre, que las enloquece; Agresivas y chillonas entonces, hincan sus incisivos en cualquier cosa que se mueva, incluidas sus propias compañeras o ellas mismas.

No puedo recordar cuánto tiempo llevo aquí y ya no sé diferenciar los sueños de la realidad; el tiempo se ha vuelto algo relativo y nebuloso entre los cuatro muros subterráneos de esta celda de castigo. La única certeza es el hambre, el frio y la fétida hediondez de éste agujero olvidado de Dios, nuestro Señor, al que suplico en todo momento que me lleve con Él. El frío intenso y la humedad del foso contiguo me calan los huesos y debilitan mi espíritu…Debí callarme y comer el rancho en paz, en vez de decirle a la señora McEwan –manteniéndole la mirada- que había gorgojos en las habichuelas. Siempre los hay; ese día no era distinto a cualquier otro en estos últimos siete años. Quizás simplemente me harté…no se puede acorralar a nadie sin dejarle una vía de escape, una opción que escoger o una esperanza que perseguir. Al menos en las celdas de las reclusas ordinarias tenía retrete y lavabo, una hora de paseo en el patio orientado al sur, y mi misa dominical en el panóptico, donde aunque no podía ver a mis compañeras, les oía cantar los salmos, haciendo que me sintiera menos sola, y con cierta sensación de pertenencia. Alguna vez –por buen comportamiento- hasta llegué a leer la Santa Biblia, y entonces me hacían subir al atrio en la zona central del semicírculo y ver a todas mis compañeras en sus celdillas individuales, mirándome…algunas me sonreían, y más de una vez tuve que hacer esfuerzos por no reírme, pues la desvergonzada de Sara O ‘Sullivan, una ramera de Glasgow, me hacía muecas cuando la directora, la señora Lockhead, cabeceaba medio dormida en su asiento de madera, anexo al mío. Eso es lo revolucionario e innovador de ésta prisión “Reina Victoria” de mujeres, de Lincoln, en Lincolnshire…el sistema penitenciario de silencio y aislamiento que impide todo contacto con cualquier compañera bajo severos castigos.

Estoy débil y sé que moriré pronto, y tengo que asumir que mi vida no ha merecido la pena…aunque recuerde haber sido feliz, haber amado y haber sido amada, haber tenido un hijo maravilloso con los ojos de su padre y mi sonrisa, que me comía a besos…supongo que solo por eso ha merecido la pena, pero lo veo tan lejos…

(…Dios…no consigo recordar la cara de mi hijo…)

(¿Dónde estará ahora?)

Pienso, por último, en Robert, y su precioso uniforme de Subteniente de dragones del 13º Regimiento de Caballería Ligera; y en el ruido que hacía al andar con su sable y sus charreteras que brillaban al sol, mientras me dedicaba su inmensa sonrisa y sus dientes perfectos y blancos…en cómo me acariciaba y me hacía sentir cuando estábamos juntos y el cariño que le vi sentir por nuestro hijo, que ya con cinco años imitaba sus ademanes…recuerdo también el miedo que pasé cada vez que mandaban a su unidad a luchar a España… Me viene a la memoria aquella tarde, recién llegado tras la victoria de Los Arapiles, en Salamanca, el mismo día que compró con mis ahorros su ascenso a Teniente -algo habitual en el ejército de Wellington-. Fue entonces cuando me dijo que convertirse en oficial le obligaría a mantener cierto estatus, con lo que no iba reconocer al bastardo de mi hijo. Y que –además- ya no podía seguir con una barragana del ejército, e iba a casarse de verdad con una señorita decente, de una familia acomodada de Leicester, con la que se carteaba desde hacía ya año y medio, y con la que deseaba fundar una familia al uso…Fue mala idea decírmelo mientras me daba la espalda, se ponía los pantalones y su sable aún colgaba del pie de la cama. Cuando se quiso dar cuenta lo tenía ensartado en el riñón hasta la empuñadura. No tardó en morir, sobre un enorme charco que empapaba la alfombra, pero aún recuerdo al retorcerse su estúpida mirada de incredulidad.

No sé por qué no me ahorcaron entonces; habría sido todo mucho más sencillo.

Parece que ya vienen las ratas.

 

El pozo de las almas calladas

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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