La Germánica Seriedad de la Volkswagen
David Torres
Ni el Stuka, ni el Panzer V, ni el Messerschmitt, ni la V-1, ni la V-2, ni el acorazado Bismarck: la verdadera arma definitiva con que el nazismo conquistaría el mundo era el Volkswagen, el simpático escarabajo que campea por las carreteras del planeta desde hace décadas como sus primos coleópteros entre los patatales. En 1933 el recién estrenado canciller Adolf Hitler decidió relanzar la industria alemana del automóvil con un utilitario modesto y barato, al alcance de las masas; le encargó la tarea al empresario Ferdinand Porsche, cuyos ingenieros planificaron el modelo básico, aunque fue el propio Hitler quien le añadió ciertos detalles que lo hacen inconfundible, como el diseño de los faros. El empujón que le pegaron los nazis a la industria automovilística germana persistió más allá de la guerra, lo mismo que le ocurrió a la ferroviaria, que aumentó sus tentáculos transportando judíos hacia la muerte, o que la farmacéutica, que aprovechó los experimentos en campos de concentración para hacer caja.
Aunque está feo recordar cómo se fundaron y/o enriquecieron, gracias al exterminio sistemático de millones de seres humanos, algunas de las empresas modélicas de la actualidad –Bayer, BMW, Volkswagen, Siemens, Telefunken–, no queda más remedio que echar mano del pasado cuando la mierda sale otra vez a flote. Y son más de once millones de vehículos manipulados, un montón de mierda made in Germany. He aquí la gran industria germánica, de la mano de obra esclava a los emigrantes turcos, de la Volkswagen de 1933 a la Volkswagen de 2015, menudo currículum. Tanto hablar de la negligencia mediterránea, de la informalidad griega, de la frivolidad italiana y de la cutrez hispánica, y todo era porque a los alemanes les disgusta la libre competencia.
El célebre mito de la seriedad y la responsabilidad teutónicas, su superioridad innata en cuestiones comerciales, no es más que una puesta al día neoliberal de las absurdas teorías raciales nazis. Todas aquellas infectas fábulas que esparcieron Goebbels y sus secuaces (y que aún hoy en día infectan los foros antisemitas), la supuesta inclinación natural de los judíos por el robo, el timo y la mentira, al final se están cumpliendo punto por punto en la banca, la industria y la política alemanas.
Efectivamente, en menos de un año, el aura de perfección germánica -cabellos rubios, dentaduras impecables y ojos azules- se ha quedado calva y desdentada. Primero fue el recordatorio, en medio del pulso para doblegar a Grecia, de que el gran milagro económico alemán fue una trola épica, una tramoya de la guerra fría que se resolvió en una extraordinaria quita de la deuda de guerra. Luego la caída de un avión de Germanwings, filial de la todopoderosa Lufthansa, reveló que las condiciones laborales en la Alemania de Merkel no distan mucho de un taller clandestino en Bangladesh.
Ahora, con la Volkswagen, la famosa seriedad alemana ha terminado de escurrirse por el retrete. Berthold Huber, jefe del consejo de supervisión de la compañía, afirmó que ni él ni Martin Winterkorn, director ejecutivo, tenían conocimiento de la manipulación de las motores. Los jefazos de la Volkswagen tampoco sabían nada, como si en vez de dirigir un emporio sobre ruedas con más del diez por ciento de cuota mundial de mercado automovilístico, estuviesen trucando motos en un garaje ilegal para que luego las venda el Torete.