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ISSN 1989-4163

NUMERO 56 - OCTUBRE 2014

Como un Pajarito

Paco Piquer

- Como un pajarito - Eso había dicho mi madre. – Es como un pajarito.

Yo tenía seis años y no sé porque me fascinaba aquella mujer. Era como todas las viejas del pueblo: pequeñitas. Eso es lo que me parecía a mí. Un pajarito, que decía mi madre. Siempre vestida de negro, hiciese frío o calor, la veía salir de la casa de enfrente cada mañana.

A veces, cuando Pepón se retrasaba, la hubiese seguido, por curiosidad, para ver donde iba. Pepón era mi amigo, mi único amigo en aquel pueblo encaramado en las colinas que rodeaban la ciudad, donde veraneábamos desde que me pasó algo en los pulmones. No sé… un ganglio o algo así. Eso dijeron. Me hicieron muchas radiografías. Estaba fría la pantalla de los rayos X cuando se apoyaba contra mis costillas.

– No te muevas. No respires – decía el médico, que se escondía en otra habitación y me dejaba allí, casi a oscuras. Entonces escuchaba una especie de zumbido y unos extraños chasquidos.

–Ya puedes respirar – decía luego el doctor.

Una vez debió olvidarse de decirlo y casi me muero.

- Este niño tendría que guardar reposo y respirar aire puro – aconsejó el médico.

Así que aquel verano mi padre alquiló una casita en el pueblo.

El aire puro lo proporcionaba un pequeño pinar que estaba a las afueras, frente al convento, y el reposo lo ponía yo, castrado de juegos y aventuras. Salía de casa sólo para sentarme a la puerta y ver pasar a la gente. Por eso la veía salir cada mañana con su cesta. Debía ir al mercado.

Pepón pasó por mi acera un día. Yo estiré mi pierna a su paso y él se pegó un morrón tremendo. Lloró un poco, se sentó a mi lado y se sopló el rasguño que tenía en la rodilla. Después me pegó un puñetazo en la nariz. También yo lloré un poco. Pepón me llamó mariquita. Desde entonces fuimos inseparables. Pepón era del pueblo. Su padre era el propietario del estanco de la plaza y vivía dos casas más allá, en la misma calle. En verano alquilaban parte de la casa a una familia de la capital. Un matrimonio de mediana edad. Creo que él era capitán, o general. No sé. La mujer vestía vestidos negros con lunares blancos. Tenían una hija, Manoli. A Pepón le gustaba mucho y yo la encontraba estúpida. Debía tener doce o trece años y casi no tenía tetas.

Un día, Pepón llegó muy excitado – Ha sido Manoli – me dijo, y me contó una increíble historia. Sus padres dormían la siesta y ella le dijo si quería ir a jugar a su habitación.

– Vamos a dormir, como ellos – le dijo y se metió debajo de las sábanas, y Pepón con ella. Sólo llevaba puestas unas braguitas. Pepón no llevaba calzoncillos y le dio vergüenza quitarse los pantalones. Se tumbaron los dos, boca arriba, rozándose apenas. A Pepón se le puso dura. Ella se rió mucho al ver como le abultaba el pantalón. Pepón huyó despavorido.

- ¿Tú crees que eso es lo que llaman follar? - me preguntó después.

Yo no supe que contestar.

- Mira, la vieja. – el pajarito, como decía mi madre, salía en aquel momento de su casa. Como siempre, con su cesta. Vestida de negro, como siempre. Mientras se alejaba calle abajo tuve una idea.

– Ven, Pepón – le dije a mi amigo, que continuaba con los ojos en blanco.

La puerta estaba abierta. Sólo una cortina de ganchos metálicos impedía que las moscas encontrasen refugio en el interior sombrío y fresco. La gente era confiada entonces y sólo cerraba las puertas por la noche. Entramos en la casa casi temblando. Muebles oscuros. Un enorme aparador de espejo presidía el comedor. Una gran mesa rodeada de sillas tapizadas de enea. En la pared de enfrente, un retrato en blanco y negro enmarcado. La vieja, no tan vieja en la fotografía, con un hombre de expresión seria. La mujer sostenía entre sus manos un ramo de flores, el hombre vestía de uniforme. Una puerta entreabierta, el dormitorio. Una cama grande, cubierta por una colcha blanca, de ganchillo. Un gigantesco armario. Una jofaina en su pie de madera. El tiempo parecía detenido en aquel espacio en semipenumbra.

Pepón y yo volvimos al sol abrasador de la calle, impresionados aún por nuestra osadía.

– Tengo que irme – Pepón tenía ya diez años y algunos días ayudaba en el estanco. Cuando su padre tenía que bajar a la ciudad. Una vez trajo un paquete de cigarrillos. Me invitó sin saber que yo estaba mal de los pulmones.

– Eres un cobarde – me dijo mientras encendía un pitillo y le daba un par de caladas entre grandes toses.

- ¿Lo ves? –defendí mi hombría, acordándome más de los rayos X y de los potingues que tomaba que del placer que debía producir aspirar aquel humo azulado.

La aventura con Manoli había transformado a mi amigo, que se las daba ya de experto en mujeres. Total porque había visto en braguitas a aquella mocosa.

- Yo también he visto en bragas a mi madre – le dije intentando darme importancia. El me miró con desprecio

– No es lo mismo, imbécil – dijo, adoptando aquel aire de superioridad que tanto me molestaba. Yo me quedé pensativo y me prometí que, cómo venganza, seguiría yo solo a la vieja de enfrente y no le contaría nada.

– Que se chinche – me dije.

Unos días después hubo verbena en la plaza. Una orquestina tocaba pasodobles sobre un estrado que montaron cerca de la fuente. La gente bailaba bajo los farolillos de papel y mis padres me dieron permiso para estar un rato con Pepón.

– No corras, hijo – me recordó mi madre. – Que luego te entra la tos.

Pero Pepón paseaba con Manoli y parecía que yo molestaba, así que volví hacia donde mis padres bailaban. Me gustó verles. Se sonreían y se miraban a los ojos. Lo habían pasado muy mal con mi enfermedad y era como si al verme algo mejorado se hubiesen acordado el uno del otro después de vivir tan pendientes de mí todos aquellos meses.

La vieja, el pajarito, también se había acercado a la verbena y miraba el jolgorio sentada en una de aquellas sillas de tijera que había por toda la plaza. Me senté cerca de ella, mientras mis padres volvían a bailar. Había un brillo especial en sus ojos, como si recordase. Me armé de valor y sentándome a su lado le dije:

– Hola. ¿Cómo está, señora? Vivo enfrente de su casa. – Ella me miró sorprendida, pareciendo salir de un sueño.

– Hola, muchacho. Ya lo sé. Ya lo sé. ¿Cómo te encuentras? – Me preguntó – Tu madre me ha dicho que estabas algo enfermo.

– Muy bien, gracias – mis lecciones de urbanidad estaban presentes en todas mis palabras – Los pulmones, ¿sabe? … Ganglios – Quise ser explícito, concreto – Me curan con los rayos X y el reposo. Una vez casi me muero porque al doctor se le olvidó decir que respirase – expliqué. La anciana rió. Después volvió a sus ensoñaciones.

Permanecí un rato pensativo a su lado. De pronto, vi que mis padres me buscaban.

– Mi madre dice que parece usted un pajarito – le solté. No creo que me oyese, pensé mientras me alejaba.

Al día siguiente, sentado a la sombra, en mi escalón, la vi salir de su casa con la cesta. Me saludó con la mano y cruzó la calle y vino hacia donde yo estaba.

-Hola, muchacho. ¿Quieres acompañarme? – Preguntó – Voy hasta el convento.

Mi madre había salido a comprar y pensé que no haría falta pedirle permiso para ir con la anciana. Además, mi madre la conocía. Así que eché a andar junto a ella.

– Si quiere se la llevo – propuse. Ella aceptó y yo cargué, orgulloso, con aquella cesta llena de peladuras de patata y hojas de lechuga. Un poco extrañado por el contenido de la cesta, estuve a punto de preguntarle, pero ella se me adelantó.

– Son para los cerdos de las monjas – explicó.

Pasamos frente al estanco y Pepón me saludó con un gesto. Sus cejas enarcadas parecieron preguntarme a dónde diablos iba con aquella mujer.

– Vamos a llevarles peladuras a las monjas y a ver a los cerdos – mi respuesta pareció confundir aún más a mi amigo. La vieja se rió al escucharla. Llegando ya al convento me dijo, de pronto:

- Así que, cómo un pajarito, ¿eh? - Me sentí incómodo y no contesté.

El convento era un edificio gris, con altos muros de piedra. Encaramado en lo más alto del pueblo, tras una empinada cuesta. Un oscuro zaguán y un torno. Yo no sabía que era aquello.

– Son monjas de clausura. No pueden salir ni ver a nadie – me explicó la anciana.

- ¿Están prisioneras? – pregunté, entre curioso e impresionado.

– Bueno, no es eso, pero la verdad es que no son libres, aunque ellas lo hayan querido así – habló la mujer mientras depositaba la cesta en el torno y tocaba una campanilla. Al cabo de un instante se oyó una voz.

•  Ave María Purísima.

El torno comenzó a girar y la cesta desapareció. Yo sentí un temor

extraño, que no sabría explicar. La mujer se sentó en un banco que había en el zaguán. Parecía fatigada. Yo estaba también cansado. Al cabo de un minuto, el torno volvió a girar y apareció la cesta. Vacía. Bueno, no exactamente. En su interior, en lugar de las peladuras y las hojas de lechuga, había una especie de caramelo.

– Toma. Es para ti – me dijo la vieja. Yo lo tomé con aprensión.

– Es muy bueno – me dijo – Es un hueso de melocotón cubierto de azúcar.

Yo me lo metí en la boca. Era dulce. Muy dulce. Apenas me cabía y deformaba mi carrillo, como si tuviese un flemón enorme. No hice más preguntas. Ya vería Pepón cuando se lo contase. Aquello si que era una aventura y no la estupidez de ver a Manoli con sus braguitas blancas.

Mi madre estaba llamándome cuando llegamos al pueblo. Parecía intranquila.

- ¿Dónde te habías metido? – me preguntó, enfadada – Te tengo dicho que no te muevas de aquí – y me volvió a soltar el rollo aquel del reposo, del ganglio y de los rayos X. Yo no podía contestar, el enorme hueso de melocotón se movía de lado a lado en mi boca, impidiéndome pronunciar mis excusas.

- ¿Y qué tienes en la boca? – Preguntó, al ver mis dificultades en hablar - ¡Tira esa porquería!

Liberado del dulce obstáculo, comencé a argumentar mi coartada.

– He ido con ella. – dije señalando con mi dedo la casa de enfrente - Al convento. Las monjas están prisioneras y solo comen peladuras de patata y hojas de lechuga y no tienen dinero y pagan con estos huesos de melocotón.

Mi madre se rió al escuchar aquella excusa que había soltado de un tirón, casi sin respirar.

•  Que no se entere tu padre – añadió.

Aquella noche volvió la tos. Los pulmones me quemaban. Mi madre se levantó y me incorporó en la cama, mientras me ponía un paño frío en la frente para calmar la fiebre. Vino el médico. Me puso una inyección. En el culo. Me dolió un poco. Me dormí al cabo de un rato. Soñé con el torno y la cesta de la vieja. Yo daba vueltas dentro de la cesta hasta que una monja con una enorme cofia me rescataba y me llevaba a una habitación donde había muchas monjas. Un enorme cerdo era sujetado por algunas de ellas, mientras otra le clavaba un cuchillo en el cuello. En vez de sangre, de su herida salían huesos de melocotón, que caían en un caldero que estaba sobre un fuego, donde se fundía el azúcar. Y allí estaba la vieja, empeñada en que me comiese uno de aquellos dulces que casi no me cabían en la boca. Tosí otra vez, mientras me despertaba empapado en sudor. Tosí muchas veces. Mi madre me puso otra vez el paño frío en la frente. Debí dormirme de nuevo porque no recuerdo nada más. Cuando desperté, una débil luz, iluminaba apenas mi habitación. Mi padre, dormía en una postura extraña en una butaca al lado de la cama.

– Papá – dije, casi sin fuerzas. Mi padre se despertó, sobresaltado.

- ¿Cómo estás? – me preguntó.

Parecía agotado. Fue a buscar a mi madre. Me dieron un jarabe con un gusto horrible. El médico volvió por la mañana. Me auscultó el pecho y la espalda. Se le veía preocupado. Salió de la habitación con mi padre. De vez en cuando, volvía la tos. Me sentía mal, como si tuviese fuego en los pulmones.

Por la tarde vino Pepón. Se quedó allí, de pié, mirándome muy serio. Levanté una mano saludándole. El me habló muy quedo, como si estuviese en la iglesia.

- Ya no quiero saber nada más de Manoli – dijo en un susurro. Yo intenté sonreír, agradeciéndole su cuestionada amistad. No se porque se puso a llorar.

La anciana de enfrente pasó a verme algo después. Hablo largo rato con mi madre, frente a la cama. Apenas podía escuchar lo que decían.

- … como un pajarito – la mujer debía contarle lo que le había dicho cuando fuimos al convento. Mi madre rió con una sonrisa triste.

Se fue haciendo de noche despacio, muy despacio. Al día siguiente regresamos

a la ciudad. No tuve tiempo de despedirme de Pepón ni de la vieja.

Estuve mucho tiempo en el hospital. Aquello sí que era aburrido. Mi madre se pasaba las tardes sentada a mi lado, leyéndome cuentos. Vigilando mis ataques de tos. Mejoré poco a poco. Cuando me puse bueno volvimos a casa. Aquel invierno no pude ir a la escuela pero me dio clases un vecino que era maestro y que mi madre decía que se había jubilado.

En verano volvimos al pueblo; a los días eternos sentados en el portal de mi casa. Pepón se alegró mucho de verme.

•  Todo el mundo decía que ibas a morirte – me soltó a modo de bienvenida – Pero yo sabía que no, porque eres muy cabezota. Nos reímos con ganas y mi

madre nos sacó unas rebanadas de pan con chorizo. Mientras merendábamos le pregunté por la vieja de enfrente.

-Este invierno la encontraron muerta – me explicó mientras masticaba ruidosamente - Hacía días que la puerta estaba cerrada y la gente se extrañó de no verla.

Sentí un nudo en la garganta.

– Como un pajarito – dije, casi llorando.

- ¿Qué dices? – preguntó Pepón.

– Nada, nada. Cosas mías – respondí.

 

 

 

Como un pajarito

 

 

 

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