Soliloquio del Auriga
Javier Puig
Autor: Juan C. Lozano. Editor: Falsirena. 2013. 76 páginas. 9,50€
Desde el principio, el poemario Soliloquio del auriga, de Juan C. Lozano, me ha revelado su condición genuina. Sus versos me han llegado como actualizada evocación de un sentir esencial, como paisajes de emoción, libres de concreción definitiva, expresados desde lo alto de la experiencia. Me han parecido declaraciones hechas sin desdén, consideraciones gritadas con mesura, sin temor a destapar los nidos de la corrupción.
Hay en estos versos una constatación del desorden de la vida, de su intrínseca contradicción. El universo personal contiene los mundos que se han amado, pero también la acuciante prontitud de lo indeclinable. Lo que va quedando es un tiempo envejecido, unas sutiles evidencias lanzadas al espacio común, abandonadas a su instantánea verdad, fruto de una inercia incontenible. Las palabras persiguen una resolución imposible, pero se hacen fuertes renovando torbellinos, hospedando una luz enclaustrada, suficiente para alumbrar una plenitud diversa. Lo que subsiste es la perplejidad ante los días, el paso del tiempo que a veces levanta la voz para incriminarnos, para acallarnos antes de que lo denunciemos.
Desde el resbaladizo presente, el poeta divisa el rastro de su vida, la bulliciosa confusión, sus exaltaciones y el incumplimiento de sus promesas; intuye la totalidad de su mensaje, tan tarde y tan duramente recibido. Todo sucede inexorable. La vida no deja elegir ampliamente , ni retroceder. No podemos desdecirla ni claudicar hasta el fondo de nuestro deseo.
Si tuviera que decantarme por una de las partes de este poemario, lo haría por la última, la titulada El año en que estrenaron Quadrophenia . Hay en ella poemas memorables, como el que le da el título, que es una de las más duras recapitulaciones que se hacen en este libro. En otros casos, el contraste entre la insatisfacción y las supervivencias amadas está más intrincado. Aquí la anafórica retahíla de la desconcertante complejidad, de las inevitables impurezas, de la convicción de lo irrealizable, del decaimiento vital, apenas se contrasta con la sacralidad de los exentos momentos de la juventud, aquellos en que las sombras se diluían en un presente poderoso de irrumpidas creencias.
No son estos poemas típicamente elegíacos, ni incurren en dulzonas nostalgias, sino que buscan la chispa del presente, la reveladora fricción entre un pasado que no precisaba de una nítida esperanza y un presente en el que se acrecienta la necesidad de una valoración apremiante. Titre de noblese es otro magnífico poema, en el que el poeta añora otra constitución humana, una alternativa a la conclusión derrotista que propone la vida, sugiriendo una lúcida despreocupación, un hábil ausentarse del imperioso deseo: “Debe ser perfecto no esperar nada más/como si estuviéramos siempre/aprendiendo los pases de baile/para la fiesta de fin de curso. / Como si los dioses aún nos protegieran/y hubiesen engendrado en nosotros/el don de la saciedad.” Tal vez asumir una realidad más austera, libre de pérfidas ilusiones, una nueva posición en el mundo. Como se dice en otro poema: “beber con la excelencia del perdedor”.
A menudo, estos poemas alcanzan el acierto de la dicción sobria, dejándonos suspendidos, dispuestos a atender los lugares que habíamos eludido desde patéticas jactancias. Leyendo este libro, me he sentido incitado a una compartida intensidad, inducido a una visión abarcadora, aunque sabiéndome siempre irresuelto ante una vida que nos sobrepasa: “Somos aún cuestión por resolver/ y circunstancia endógena”. El autor ha encontrado sus visiones privilegiadas, la gracia del decir lo que para él viene siendo la sustancia de la vida que merece ser expresada, el ímpetu vivificador, la propia historia como dudosa proeza o parcial derrota . Se nota que ha esperado largo tiempo hasta proponer estas miradas, que las ha recabado largamente, entre fervores y cansancios . Este libro crece hacia dentro, contiene pródigas variantes de los entusiasmos y los desalientos, es un lugar profuso en el que morar, una plaza en la que conviven diferentes grados de realidad: lo cotidiano, lo sensorial, lo afectivo, las elevaciones de la cultura; la poesía, en fin, transcrita en el futuro de unas páginas hermosas e intensas.
Su estilo nace de una fuerza elegante, hecha de palabras mayoritariamente sobrias, pero poderosas para rehacer la realidad con sentimientos, con certezas que se imponen a una posible explicación; con palabras que cesan, exactas, en la franca descripción de lo emotivo. Y, aunque a veces esa pueda ser su apariencia, no es esta una poesía rutinaria, engreída de su alcanzado dominio. Hay indudable profundidad en estos versos que no miden timoratamente sus pasos, que no se refrenan ante la posibilidad de desbordarse de los ámbitos preestablecidos, sino que se catapultan desde sí mismos y solo se contienen ante las vecindades de lo inequívocamente prosaico . A través de sus ritmos , transitamos por las melancolías de la edad y por los recuerdos de una vida siempre incumplida; por las encrucijadas del presente, al encuentro de un gran tiempo, con unos proyectos emprendidos con sabiduría insuficiente: “la vida no es como la esperábamos/no como nos la contaron/como un fruto soleado”. La vida tiene sombras, y frutos que no existen. El aprendizaje ha sido duro: “aprendí luego que la dignidad es silenciosa como un chantaje/y que los afectos pueden doler hasta la negación o la impotencia”. Y luego esos “hubiese querido…” que tanto se repiten: fulminantes miradas hacia atrás, imposibilidades que se atienden.
Gran parte de nuestra vida ya está trazada. Irresistible, sobreviene la costosa acumulación de los años, esa “tendencia a la baja”. Y nos damos cuenta de que “estamos hechos de todo lo que no se cumple”, y corremos el riesgo de que “la vida aplazada nos pida cuentas”. Espero que no llegue nunca ese día en que no podamos “levantar sueños obstinados a los que asomarnos”, que no olvidemos nuestra íntima obligación de supervivencia: “Hoy cumplo cincuenta años y hay cosas/que no estoy dispuesto a olvidar”.
Juan C. Lozano cumple con su propósito de “diferir la vacuidad del ejercicio poético”. El poema es la ambición más personal: “necesitamos que la vida nos acerque al poema”. En su último verso, reconoce la salvación: “Necesitamos que hoy suceda algo verdaderamente hermoso”. Lo importante es la restitución de la palabra hoy a nuestros anhelos.