(“La mirada celeste de mi abuela”: Nicanor Parra)
“[…] tuvo necesidad de buscar a alguien que le comprendiera y confiarle su turbación. […] Y en voz muy baja le dijo:
-Abuela, Larra se ha matado, ya no escribirá más. ¿Me oyes?”: Flores de plomo, Juan Eduardo Zúñiga.
Para mi abuela Dolores, que se fue el 24 de junio de 1964, y no le pude preguntar nada de su vestido eterno en negro sin viudez
“Finalmente, como yo tuviese fama de gran labrandera”: QII48
(Hace muchas mentiras de eso,
del 24 de junio de 1964 –entonces no era San Juan,
ni había narcisos ni cipreses-,
muy lejanos jazmines silenciosos ayer marean
que ni es ni lunes, ni Alicante, ni pleamar
sino un insensato mediodía sin pan
por la noche a larga viudez negada,
sin besos, apagados furtivos, fundidos
entre delgados hilos de cobre pobre,
tus venas saludan hasta el aire de las manos,
en una batería sorda a preguntas
encorvadas, robadas dentro de la trastienda
de tu piel tersa, amaneciendo al piano,
responden las teclas sagradas, números concordes,
blancas, lentas, locas, negras, luego cosidas
por agujas hilvanadas en la pereza de tus ojos,
bajo el turbio humo de un anafe inquieto
llorando por su último cerillo,
las lágrimas con el papel de estraza
temblando, en la casapuerta de los jazmines,
la lengua desnuda, muerta y fría en la boca,
de hablar con tu hermana, sola
necesidad de sopladores y hambre recóndita,
pan avergonzado sin esquinas a las iglesias,
arrastrando los pies como un ruido de yemas,
dedos sin índice en direcciones mexicanas
mientras las uñas, muescas de rectos hilos,
agujas en caminos de escarpados remates,
te mataban la vista mate del alba,
y asesinaron los ojos de ella,
tú contra la pared sorda, agujereada
por una tarde cruenta de oraciones,
silencios inaudibles, sorprendidos por los labios,
sin tus acordes, notas que me suspendían,
¿te acuerdas?: aire sin fin entre tu propio eco,
sangrado tras estrofas que yo no sabía medir
por los pasos de tu ciudad lenta perdidos
-la mirada celeste-
en la rueda de la Singer
pies devanando círculos
huellas infernales, marea:
tantos años se me agostan, agotados:
¿Me oyes?)
Porque dices que un día te has ido
fuimos a buscarnos perdida tú de infancia,
yo manchado de tus fugas ya en mis venas,
sincera en tus trucos de mis palabras,
cruzadas, los brazos chocando, tiritando
uno contra ti, a salvo de besos, comisuras
donde callarnos a pasear silencios, susurrar
a pesar las voces magulladas, a cardenales,
a reparar las correcciones ortográficas de tus ojos,
de tu hermana que los perdió en las alas de tu viudez,
salas con el suelo maniatado de ajedrez,
-reinas perdidas, caballos lentos-
de tu vestíbulo, de la antesala
lejana: México de tabaco y mentiras
en rojo, amarillo, morado, cenizas, humo
saciados sabeos muy cerca, cercados
por alambradas de sangre en campos:
la mirada celeste de mi abuela;
sentarnos para apagar los recibos que nos debemos,
el fuego donde no nos abrazamos,
las espinas que nos tutean en la cara de los espejismos,
donde las dunas dan la vuelta a los oasis
y en donde las palmeras sueñan ser nísperos,
toda el agua que no llueve ya entre tus manos.
Veremos qué hay detrás de los barcos sin puerto
-tú, la cuesta en una silla, roja anémona; yo, seco en noches-,
el roce que somos en la almohada íntima de tu costado,
albas en ponientes, viento sur de un engaño
por el campo sin sombras con agosto,
achicharrando la fe pequeña de la achicoria
con la distancia del mar en un cierro encerrada.
Y terminas sin firmar, anónima: los resultados no son buenos:
Tú, Diana, inerme, me suspendes despacio en besos:
alarmado yo por tus flechas sin blanco
tu herido silencio mexicano.
No te veré muerta ya nunca más,
y no preguntar nada de tu vestido eterno en negro sin viudez
¿Me oyes?
La mirada celeste de mi abuela:
-No.