A última hora de la tarde he comprado un despertador de doble campana. Quiero normalizar mi horario para ver si de esta forma consigo escribir con cierta regularidad. Al llegar a casa me he dado cuenta de que el segundero del despertador coincide exactamente con el de mi reloj de muñeca. Para que haya ocurrido algo así han tenido que darse toda una serie de factores. Me parece una buena señal. Mañana voy a levantarme temprano para comenzar la novela. Lo dispongo todo. Repaso las notas y las ordeno. Recopilo las descripciones de los personajes que tengo bocetadas y lo dejo preparado para que en cuando me despierte pueda ponerme a trabajar de inmediato. Seguidamente me voy a la cama. Si quiero madrugar es mejor que me acueste pronto. Pongo el despertador a las ocho en punto. De paso miro los segunderos. Me gusta verlos sincronizados en el eje de la esfera. Mientras llega el sueño trato de hacerme una idea global de la narración. De golpe la imaginación se me dispara. De la nada surgen multitud de imágenes. Situaciones, diálogos y dramas llegan en tropel. Me emociono con el flujo de ideas y veo cómo los capítulos se van amontonando en la cabeza. Cuando quiero darme cuenta son las tres de la madrugada. Es tarde y hago tentativa de dormir. Doy vueltas y más vueltas, sin encontrar la postura en la que pueda acomodarme. A pesar de no tener sueño me obligo a mantener los parpados cerrados y me concentro en la oscuridad.
Suena el despertador. Compruebo si los segunderos siguen sincronizados. Lo están. La misma medida del tiempo en ambos mecanismos. Salir de la cama me cuesta un tremendo esfuerzo. Estoy atontado por la falta de sueño y me duele la cabeza. Nico acude exigiendo su comida. Recibe una patada. Después de desayunar me enciendo un porro. Me tumbo en el sofá a fumármelo. Se me cierran los ojos. Para no quedarme dormido tomo asiento frente al ordenador. No me apetece escribir. Tengo el cerebro embotado y me muero de sueño. Acabo el canuto y me quedo pasmado con la pared que tengo enfrente. Sobre todo me fijo en las manchas de nicotina y humedad. Según repaso los contornos, estos cambian y termino reconociendo en ellos siluetas de animales. Sin darme cuenta, mis dedos empiezan a teclear:
Esta casa se degrada día a día. Su decadencia me arrastra y avergüenza. La antigüedad de sus paredes hace que me sienta tan gastado como ellas. Estos sucios tabiques son el espejo que refleja mi propio fracaso. Estos muros impregnados de mugre y frustración son el hogar donde me cobijo.
De pronto me atasco. Ha sido un breve arrebato que no compensa el madrugón. Me acerco a la ventana. En la calle el ajetreo de la mañana. Es una escena que siempre me deprime. Hay algo en las primeras horas de un día laborable que las hace inherentes al desánimo. Vuelvo a tomar asiento frente al ordenador. Quiero seguir con lo escrito pero soy incapaz de añadir una palabra. Miro la hora: Las nueve y trece. Me pregunto si los segunderos siguen coincidiendo. Para comprobarlo entro en el dormitorio. Coinciden. Me dejo caer en la cama y me arropo con la colcha. Es una buena señal, me digo.