Estaba escrito con agujas y tinta en su piel. El cuerpo momificado se encontró en una cripta sellada por el tiempo, en la ladera de un monte. El texto, escrito en arameo, decía lo siguiente:
“Yo soy Jesús, conocido como el Nazareno, el que murió en la cruz y no resucitó. En mi nombre se derramará mucha sangre inocente, por mis enemigos y falsos seguidores en mis seguidores. En mi nombre se edificará una religión, que tergiversará mi Palabra y pensamiento, para hacer de este mundo un lugar más injusto. En mi nombre se regresará a la adoración de las imágenes; en mi nombre se amasarán fortunas para los poderosos; en mi nombre se torturará y se condenará a personas inocentes a morir en la hoguera; en mi nombre se establecerá una falsa moral para reprimir a la Humanidad; en mi nombre se harán guerras y más guerras, y con estos actos se vejará, también, el nombre de mi Padre.”
La momia fue debidamente embalada y se trasladó, con sumo secreto, a un instituto científico subordinado al Vaticano, en la ciudad de Perugia, junto al río Tiber. Un estudio pormenorizado de la momia, con la prueba de carbono 14, estableció que su fecha databa de antes de la Era Cristiana, de los tiempos del prefecto Poncio Pilatos, y su aspecto visual, medidas y marcas, coincidían con las del Santo Sudario que se conserva en la Catedral de San Juan Bautista, en Turín.
Este hallazgo, sin duda alguna, era el más fabuloso de la historia y el que, a su vez, ponía en entredicho o negaba de plano los cimientos de esa misma historia. El nerviosismo y asombro del personal científico quedó de manifiesto, y rápido se nos confinó en una sala sin tener acceso al mundo exterior. El secreto debía guardarse a toda costa. Doce personas, igual que doce apóstoles, éramos los únicos depositarios de esta verdad, aparte de los superiores eclesiásticos que estaban al tanto de las investigaciones, y se nos prometió que en poco tiempo podríamos salir. La incertidumbre y el miedo fueron nuestros primeros sentimientos, mientras esa espera, que se nos antojaba infinita, se iba dilatando con el paso de las horas. Los allí presentes nos mirábamos a los ojos sin decir nada pero sabiendo, por la expresión de nuestras caras, mucho más de lo que se dice por medio de las palabras que éramos incapaces de pronunciar. Todos, supongo, hacíamos en esos instantes todo tipo de pedidos al más Altísimo, además de acordarnos de nuestros seres queridos. Tantos años de estudios para acabar prisioneros por culpa de la momia de un nazareno, que venía a deslegitimar toda una religión. Sus ideas, desde luego, no dejaban de ser útiles para la salvación de la Humanidad y para vivir en concordia con los demás, pero cualquier atisbo sobre su muerte suponía el final de toda una mitología que lo proclamaba como el hijo del único Dios, además de la negación de su esencia divina.
En aquellos momentos, durante el obligado encierro, llegué incluso a pensar que nos matarían con tal de guardar el secreto, para que a toda costa no fuera divulgado y la mínima sospecha no trascendiera a ningún particular ni a la opinión pública. ¿Cómo poder asegurar que alguno de nosotros no tuviera la tentación de hablar más de la cuenta, al igual que un Judas Iscariote para toda una tradición? Nosotros éramos los nuevos apóstoles de una religión fallida, ya fuera por las palabras que tenía tatuadas en su piel aquella momia o por el simple hecho de la negación de lo que se decía en el Nuevo Testamento, cuando nuestro Señor permanecía dentro del depósito, sobre una camilla, a la temperatura precisa para conservarse en las mejores condiciones. Ahora, al mirar a mis compañeros de trabajo, ya podía advertirlos como mártires de una nueva religión, de la casualidad fatal propiciada por el destino a través de unas sentencias acusatorias escritas en arameo, que ya se me presentaban de una certidumbre demoledora. Con mis propios ojos había visto aquellas letras, marcadas en negro sobre la arrugada piel reseca, en su espalda, entre las inequívocas señales de un martirio. No me cabía la menor duda sobre la verdadera identidad de ese cadáver, que perduró para resurgir unos miles de años después.
Al anochecer nos trajeron la cena: doce cibattas de pan y cuatro botellas de vino tinto de Lambrusco. De mal agüero se me hizo el menú, como si fuera una mala broma, por todas las connotaciones de una muerte anunciada, un mensaje que advertía lo que estaba por venir. Aun así, compartimos esos alimentos con la gravedad que nos impuso el mismo acto, mientras que la momia debía continuar en el depósito y sobre la camilla, allí fuera, sin poder hacer nada por nosotros, sus únicos discípulos.