—No hubiera podido escribir sobre Troya sin haberla visitado —me dijo Kirlian Josephson en su entrevista tomando su tercer copa llena de brandy.
—¿Viajó a Troya, en Turquía? —le respondí preguntando.
—No; viajé dentro del libro —señaló vagamente hacia la biblioteca—. Me parece que anda por ahí la Ilíada que tiene la puerta para ir a Troya.
—¿Cómo dice? ¿Viaja a través del libro?
—De los libros, me permito corregirlo. Todos tienen puertas acá —volvió a ejecutar el gesto anterior.
Me quedé poco menos que pasmado y sin aliento. Hice silencio mientras él sonreía con satisfacción. Al cabo de unos minutos, no recuerdo cuántos, pregunté no sin turbación:
—¿Puedo viajar yo también?
Me clavó los ojos celestes fríos, primero con sorpresa, luego con algo de indignación y sarcasmo, y finalmente con curiosidad.
—¿Por qué no?
Y diciendo eso se levantó medio tambaleante y en eso, dio media vuelta y me preguntó, con voz aguardentosa.
—¿Adónde querría viajar?
—Me toma por sorpresa. ¡Quisiera ir a tantos lugares!
—Piénselo bien esta noche y me lo comenta mañana.
Volvió a sentarse, mirando hacia la ventana y un poco de reojo a mí.
—¿Puede retirarse? —me dijo.
Al día siguiente, obvio, no se acordaba haber hablado del tema y mucho menos de la promesa que me hizo. Nunca sabré si fue porque no le gustó que no supiese dónde ir o porque no se puede creer en las promesas de un inglés en pedo. No volvimos a hablar más del asunto, como corresponde a los caballeros.