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ISSN 1989-4163

NUMERO 46 - OCTUBRE 2013

Luzema: Retorno a Huelva

Carmen Maixé

            Volví de un sueño a la realidad extraña por una carretera estrecha. Un paisaje infinito y plano que un día me pareció la nada.

            Unas tierras antiguas y olvidadas que solo el corazón recuerda. Unas tierras falsas que en su matriz esconden el agua. El sol no cae, gotea entre la hierba como falsos mares que las dunas arrancan al pino verde, entre la arena blanca. Donde los ríos tienen el color del hierro y la sangre.
           
            Un conglomerado de sentimientos e historia, amontonados sobre los fondos de un océano antiguo que dio a esta tierra, entre sedimentos marinos, el color del albero; a la vida el olor de las marismas y a las calles el azahar y la palma. Entre la ciudad nueva y los viejos barrios quietos queda envuelta por lenguas de arena, pinos y cabezos.

            Un sitio extraño al que vuelvo, donde las voces que acunaron las primeras palabras, suenan mas dulces que antaño.

            Si no fuera por las calurosas primaveras, las calles ya olían a palma, resonaba el tambor y la flauta…y la vida se hundía lenta entre la calma.

            Un día se pararon aquí las aves, unas se fueron y otras nuevas volvieron. Las cigüeñas abandonaron el campanario de la iglesia y los flamencos han poblado el puerto, frente a él, indiferentes y altivos, hunden sus zancas en el barro y entre las aguas encharcadas, aparecen inmóviles en una playa vacía.

            Desde el Conquero se divisa la vista inmensa de un paisaje que da a la memoria su medida. La ciudad relega sus márgenes al puerto desierto, queriéndose escapar, abre sus brazos al vacío. Dos puentes sobre las marismas, señalan el camino.

            La ciudad blanca derrama sus barrios pobres sobre la marisma; afortunadamente las chabolas ya no pueblan las faldas del monte, cabezo de hinojos, gañafotes y pinos; yace solo, vigilando la ría.

            Cuando llegué a la plaza, a través de una calle larga y estrecha, desemboqué en un espacio desconocido y familiar, y por tanto no había cambiado nada. A mi izquierda había unos soportales que otrora se me antojaron majestuosos y enormes. Algo había en el ambiente o en la luz que no recordaba, quizá la percepción de un cierto aire colonial proveniente de alguna de las fachadas del viejo centro ya desahuciado y desvencijado; hasta tal punto que había calles enteras en las que las casas estaban abandonadas en su parte superior.

           El recuerdo era como en negativo, a causa de la luz que probablemente devolvían éstas, mediante colores harto originales: cerámicas de fucsias, verdes y azules, subidos sin el menor recato, enmarcados de yeso en cornisas y ventanas de un blanco lustroso; se repartían el protagonismo a partes iguales, entre el salpicado de rejas y forjas, en un decorado mestizo y lejano.

            Deambulé por las afueras, ahora a un paso del centro, evidenciaba correrías antiguas en un mundo de fronteras más grandes y limitadas por órdenes sublimadas y ajenas.

            El tiempo se había parado en Luzema, llena de luz y desierta, encharcada sobre el delta de los ríos Odiel y Tinto, como un sueño embalsamado, había desteñido sin perder un ápice de misterio. Como un barco mercante grandioso, embarrancado entre la hierba y dormido, se hubiera perdido; así aquella tierra a través del puente, traía el rojo mineral de Riotinto y Tharsis, la lejana sierra, donde, siempre, extranjeros desventraron la tierra.

            El puente es de hierro, puedo oír aún el traqueteo de las vagonetas llenas de pirita, aunque ya restaurado y limpio para que bajo sus pies la madera acompañe el paseo. Se extiende sobre la ancha ría, cortando al bies el suave pliegue de sus aguas, en una curva que se dirige al puerto; allá cuyos años se fabricaba el hielo bajo las grúas de carga gigantes y un trozo era oro en piedra.

            No tardaron aquellas playas en ser devoradas por los elementos, las químicas y la voluntad del dinero; eso mis ojos lo vieron: un túnel de eucaliptos verde y siena, fueron rindiéndole sus frutos a esa fragua que un día vomitó “in situ” sobre kilómetros de arenas dóciles, vertidas durante un siglo al lecho del río con la ayuda grata de las barcazas que lo dragaban sin respiro.

            Sin compasión y con el arrepentimiento tardío, hoy veo la ría sin playa y en su homenaje, unos bancos para el sustento de un paseo aburrido.

            Al final tuvo su merecido, el nombre que algún profeta le dispensó un día, lo convirtió en una realidad cruda.

             Si la premonición acaso forzó la profecía, más le hubiera valido, no ser tan diligente.  En Luzema se ha parado el tiempo. Con todo, él no tiene la culpa, solo decolora los sueños que el hombre pinta, a veces, de negro.

 

Luzema

 

 

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