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ISSN 1989-4163

NUMERO 46 - OCTUBRE 2013

Concatenaciones

Ángela Mallén

Entramos en el supermercado y sonó la alarma. Al instante acudió el segurata como si fuera un trombocito. ¡Déme el bolso, señora! (El bolso estaba limpio. Era obvio que no me llevaba nada, en todo caso les traía algo). Pues entonces será la chaqueta, insistió el segurata. ¿Se la ha comprado nueva? Nueva no era, pero en la tienda de deportes no me habían advertido de la etiqueta cuadrada con unas tijeras dibujadas símbolo de que había que cortar aquello. ¿Quién lleva unas tijeras encima? Nadie. Bueno, pues entonces qué hacemos. Los demás entraron en el super y yo me quedé esperando en la puerta. Una puerta que se abría y cerraba si yo me quedaba allí de plantón. El segurata me lanzaba miradas con movimientos rápidos de cuello, como hacen las gallinas. Nada, tendré que buscarme otro punto. La puerta del estanco, justo al lado. Allí me quedo. Veo que pasa una pareja empujando un cochecito con gemelos. Uno es rubio con los ojos azules y el otro moreno con los ojos avellana. Qué curioso, dos versiones de la misma cara. No había terminado de extrañarme cuando pasa otro cochecito de gemelos. ¿Más gemelos? Estos son feos y llevan puestos gorritos de lana, uno rosa y el otro azul. Niño y niña. Los sigo con la mirada hasta casi el semaforo. Disculpe, me dice una voz pidiéndome paso para entrar al estanco. Era un padre que manejaba otro cochecito. Lo aparca justo a mi lado y me dice: los dejaré aquí, es un segundo nada más. Sí, sí, claro. Miro casi con aprensión y me veo a dos gemelitos, dos bebés monísimos. Enseguida sale el padre y se los lleva. La compra no duró un segundo pero tampoco llegó al minuto. Yo estaba necesitando una explicación que nadie me iba a dar, cuando levanto la vista hasta la acera de enfrente y veo pasar a dos ancianitas cogidas del brazo. Son pequeñas y delgadas como tailandesas, llevan un traje de chaqueta de cheviot gris y tienen el peinado tan perfecto e idéntico que parecen dos pelucas. Son gemelas. Santo Dios.

Una señora de zapatos plateados se cruza con un hombre alto que lleva unas enormes zapatillas rojas. Pasa una chica con pantalón rojo, una señora con un bolsa rojo a juego con el pelo teñido de bote en rojo, un chico con camiseta roja y un niño con chamarra roja. El semáforo cambia a rojo y toda la calle se llena de pequeñas luces de alarma rojas. Viene el tranvía.

Mis acompañantes se estaban entreteniendo demasiado. En un supermercado se pierde la noción del tiempo. La calle sin embargo funciona como un gran reloj. Un reloj de torre. Un reloj de Ayuntamiento. Todos los engranajes son diminutos, casi invisibles. Todo se ajusta milimétricamente. Nanométricamente. ¿Qué mide? ¿Qué produce este artilugio llamado calle? La calle es una réplica en miniatura del mundo. Un prototipo. Aquí se ensayan las dinámicas, la combinatoria y las concatenaciones. Aquí brotan los gérmenes de los fenómenos sociales y el individuo ejerce de variable controlada. Aquí se instauran las pautas y también las anomalías. En un precario instante, la calle se enfrenta a infinitos replanteamientos de la realidad. Es una incertidumbre constante y un vertiginoso devenir de vidas solapadas.

Sonó la alarma y me eché a la calle. Nunca más nadie presenciará esta misma contingencia. Esta misma calle. Esta chiripa.

 

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