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ISSN 1989-4163

NUMERO 36 - OCTUBRE 2012

Desacato a la Lógica

Rosa Mª Ortega

   La amistad es encantadoramente incomprensible. No siempre, claro, pero en determinadas circunstancias, si pudieras agarrar tu cráneo y librar con él una batalla dialéctica de las buenas, te irías sacudiendo a los amigos como quien sacude el polvo, porque estás convencido de que un día u otro te la van a liar gorda y en exceso. Lo que pasa es que eres un gallina y no te atreves a quitártelos de encima. Tienes suerte de no poder despedazar tu cerebro y pincharlo con un tenedor trinchero para que te incite a deshacerte insidiosamente de ellos. Si fueses capaz de mantener una ponderada conversación con tus propios sesos, les ordenarías ipso facto: “¡Los amigos, a las mazmorras!”. Pero estás hecho un blando. Un blandengue de cojones. Porque hay amigos (lo sabes) a quienes enviarías en línea recta y sin aspavientos a la consulta del loquero, por desacato a la lógica.

   Zeta, por ejemplo. El estado habitual de Zeta es un estado catatónico. No le conozco ningún gurú, pero me juego las bragas a que en alguna parte debe de haber un director espiritual que va dictando a sus movimientos filosofía zen a troche y moche. Zeta no tiene sangre. Ni roja ni azul. Tiene horchata de chufa de Valencia en las venas. O no tiene venas. Quedamos a las siete y me llama a las siete menos cinco para decirme que sale de la ducha y viene cagando leches. Me vuelve a llamar a las siete y diez para decirme que se pone los zapatos y viene a todo trapo. Me llama de nuevo a las siete y veinte y me dice que sube al coche y viene, que ya es de noche. Cuando llega, son las ocho menos cuarto, y me cuenta lo de las naranjas. Se ha dado cuenta de que el no va más de la vida es tener la fascinante posibilidad de comprar naranjas online. No come fruta, pero se ha embriagado de tal manera con el descubrimiento internáutico, que se ha vuelto una idólatra de cítricos de primera. A lo mejor desconoce que en la frutería también puede comprar naranjas, y a mí me da no sé qué decírselo, no vaya a quebrar el hechizo de su festejo. Hasta pienso que ha desarrollado venas que rezuman sangre, y ya es un ente corpóreo. Fíjate, como si le hubiese bajado por primera vez la regla. Como cuando el Tito y el Piraña sueltan “¡Bea ya es mujer!”. Pues igual. El concepto comprar naranjas por Internet es tan orgásmico para Zeta que, de pronto, la filosofía zen se va al carajo, y va y se acelera. Y ya es un ente corpóreo.

   Ahora, el más místico y de alma libre es Erre. Erre es un tipo que hace pesquisas por los rincones vírgenes del planeta. La semana pasada volvió de allende los mares, tierra abajo (o sea, Marruecos), y nos dijo a todos: “Me he comprao una cueva”. ¡Como el Flintstone! Pero, ¿se venden, las cuevas? –“Tú dirás. Yo me he comprao una. Hay quien planta un pino; yo me he comprao una cueva.” En esas, yo ya creo que Erre se ha fumado un canuto de tres metros sobre el cielo (no es Mario Casas, no), y le pregunto si ha comido a mediodía. Me dice que sí, y que además ha tomado un postre excepcional. ¿Cómo de excepcional? –“Pues...excepcionalmente, me he comido dos pedazos de tarta de maría.” ¿Lo ves? Canuto de tres metros. Así es que lo de la cueva es una trola alucinógena total.

   Equis es de esas. De las que delira con espectros. Su mayor placer es plantarse frente al televisor con las pantuflas puestas a ver una película espeluznante, y analizar en profundidad el vestuario y maquillaje de los fantasmas. Y con eso, sienta cátedra. Lo encuentra de lo más provechoso. Después, se va a la cama con un gozo tremendo (a saber), y al día siguiente te cuenta lo que ha soñado (que no es poco): “Iba al hospital a visitar a Zeta, que se había indigestado con naranjas, y Erre, vestido de enfermero, me dice que salga cuanto antes, que allí se comen a los enfermos, los trocean con un cuchillo jamonero y los envasan en botes de conserva. Había un olor perruno y febril que me estaba dando náuseas, y entonces, me desperté.” Yo siempre le digo a Equis que no debería ver cine fantasmagórico, que atrofia la masa cerebral. Pero no me hace caso.

   El cráneo de Jota, sin embargo, está muy bien estructuradito, porque ya se encarga él de cultivarlo con arte. Como es extremadamente enamoradizo, se lleva unos disgustos con las féminas que no da ni clavo, el pobre. Le dejan siempre todas en la estacada. Pero Jota, cada vez que es abandonado a su suerte por una mujer, agarra la mochila Labordeta y se sube a un tren dirección a Atocha. Y se va al Prado, a ver cuadros. Luego vuelve restablecido y listo para enloquecer por otra damisela de poco postín.

   Hache está de retiro vacacional en Yibuti, y Uve rueda capítulos nuevos con lagartos tripudos saciados de larvas. La de amigos a quienes gritarías a un palmo de la córnea: “¡Estás chalao!”.  

   Por desacato a la lógica.

Desacato

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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