Tal y como nos relataba Ovidio en las Metamorfosis, de vez en cuando, los dioses se encuentran. En la literatura clásica, las consecuencias de tales coincidencias divinas acostumbraban a ser catastróficas, especialmente en el destino (el fatum) de los héroes o mortales que se cruzaban por su camino.
Y hablando de encuentros, el mitómano recalcitrante que llevo dentro quedó inevitablemente fascinado al descubrir esta instantánea de Allan Grant. En ella podemos reconocer las siluetas de Grace Kelly y Audrey Hepburn compartiendo un mismo espacio. ¡Apenas separadas por un metro de distancia! Y con sus miradas concentradas en lo que se adivina un horizonte común. Aquella noche del 21 de marzo de 1956, Allan Grant cubría para la revista Life la ceremonia de entrega de los Oscars de Hollywood. Las dos actrices, esperaban en el backstage para presentar sus correspondientes premios. Ese año ninguna de las dos estaba nominada. Grace había ganado el Oscar como mejor actriz un año antes por su interpretación en La angustia de vivir (1954), y aquella noche representaba su despedida del reino del celuloide porque en pocos meses se convertiría en la flamante princesa de Mónaco. Por su parte, Audrey había sido galardonada con el preciado premio dos años antes, gracias a su papel de la princesa Anne en Vacaciones en Roma (1953). Ambas tenían la misma edad, se encontraban en su mejor momento profesional, y allí estaban, más bellas que nunca, ignorándose mutuamente.
Para mí que en aquél preciso instante fueron almas gemelas. Sólo hay que observar el porte distinguido de ambas siluetas y el brillo que irradian a su alrededor. Grace aguarda serena e inquebrantable en su papel de chica-bien de Filadelfia luciendo un diseño de gasa de Helen Rose, su modista preferida. En una postura similar, espera Audrey, vestida -cómo no- por su estimado Hubert de Givenchy. Audrey estira tímidamente su largo cuello como para poder visualizar mejor el objetivo. Grace no lo necesita, pues su pragmatismo norteamericano la ha hecho situarse en el mejor punto de visión. Admirándolas en aquella foto, se me antojaban como dos deidades, ¡la Gracia y la Belleza!, rivalizando en presencia y fulgor.
Lamentablemente, la realidad no fue tan poética. Un tiempo después descubrí una nueva instantánea perteneciente a la misma serie donde se podía comprobar que las dos bellas actrices sí llegaron a saludarse y seguramente departieron animadamente. Pensándolo mejor, caí en mi ingenuidad al imaginar que dos chicas educadas como Audrey o Grace, se hubieran hecho semejante vacío. ¡Entre una Joan Crawford y una Bette Davis, otro gallo cantaría! Pero con Grace y Audrey como protagonistas, jamás.
En mi decepción sigo buscando estos encuentros (o desencuentros) entre divinidades. Y gracias a la complicidad que nos permite el género fotográfico, me gusta fantasear una y otra vez sobre estas escenas. ¿De qué hablan? ¿Qué afecto se profesan? Porque yo estoy seguro que cuando los dioses bajan del Olimpo les gusta impregnarse, aunque sea por un momento, de las bajezas del mundo terrenal.