Siempre quise dedicarme a la radio. Cuando me licencié en periodismo y después de arrastrarme durante algún tiempo por incontables despachos, en mi cabeza, más que proyectos con los que iniciar mi carrera, tenía una ensalada de siglas producto de las denominaciones con que las emisoras a las que había presentado mi virgen currículum, bautizaban su identidad: JKK, T3HP, MPS, TVT, y un largo etcétera que quizás sirviesen para su agresiva identificación en el dial, aunque tal amalgama de letras reunidas en mi agenda, provocasen en mí una confusión difícil de asumir.
– No es mucho dinero, pero es todo lo que hay – Paco Fuentes, propietario, director, redactor jefe, locutor y técnico de sonido, todo a la vez, de la FPV 2, una miserable emisora municipal de un remoto pueblo perdido en las montañas, y con un apretón de manos, – Los papeles solo sirven para limpiarse el culo, hijo – me contrataba como redactor, ayudante del técnico de sonido, locutor suplente y secretario de dirección de aquella ruina.
- ¿Cómo te llamas, muchacho? - me preguntó.
- Lorenzo – respondí – Aunque todos me llaman Lele.
Paco vio el cielo abierto y pensó que, a pesar de mi bisoñez, siempre sería capaz de reunir unas pocas noticias – sucedían pocas cosas noticiables en aquel lugar ignorado – y leerlas ante el micrófono o poner un poco de música, recoger los recados y cobrar algunas facturas de los anunciantes remolones y él podría entonces dedicarse a pescar en el vecino río con su amigo Juanito, al que tenía muy abandonado en los últimos tiempos.
– Bien, Lele – dijo, antes de que me arrepintiese. – Todo esto es tuyo – y abarcó con un gesto grandilocuente aquel desorden al que Paco llamaba su despacho, donde esperaban, siempre dispuestos para acompañar a su dueño a la más mínima oportunidad que se presentase, aparejos, sedales, cajas de anzuelos, moscas y hasta los restos resecos de algunas lombrices muertas de asco a causa de su inactividad y que se pudrían camufladas en unas cajitas con aserrín.
Los primeros días los empleé en adecentar aquel desbarajuste que pretendía ser una emisora de radio y en habituarme a la sencilla complejidad de sus instalaciones. Lo más difícil consistió en explicarle a mi jefe donde estaban ahora sus cañas y sus carretes después de aquella revolución.
Una vez instalado, alterné mis obligaciones en la emisora con la ansiosa búsqueda de algún acontecimiento digno de ser emitido en el boletín de las cuatro. Para ello recorrí los lugares, los mentideros donde, en teoría, podría escuchar comentarios, chismes, confidencias, que deberían conducirme hasta los sucesos que, en mi voz y con la retórica fresca del recién licenciado, revolucionarían a los oyentes, ansiosos de novedades. Pero nada sucedía de extraordinario en aquel pueblo aburrido. La desaparición del gato de la señora Engracia, un atraco frustrado en la gasolinera de Pedro el Cojo o un ligero topetazo de un automóvil con el tractor de Federico Cuevas en el cruce del estanque, apenas merecían el calificativo de noticias.
Lo cierto es que empezaba a arrepentirme de haber aceptado aquel empleo y estaba pensando seriamente en renunciar. De acuerdo, mi modesto sueldo me daba para sobrevivir, para pagar con holgura el alquiler de una modesta habitación en la pensión de la señora Casilda y hasta para tomarme cada noche un par de cervezas en el bar de la plaza. De acuerdo en que Paco Fuentes estaba satisfecho con mi trabajo y demostraba su confianza en mí con un progresivo aumento de sus capturas de truchas y barbos. Pero aquello no era todo. La monotonía se estaba adueñando de mis días. Hasta aquella noche en que apurando mi última cerveza acerté a percibir, más por aburrimiento que por curiosidad, la conversación que mantenían, acodados en la barra del bar y a mi lado, el jardinero y el chofer de Ernesto Camuñas, un anciano rico y misterioso que habitaba en un caserón a las afueras del pueblo.
Hablaban los dos hombres de la extraña afición de su patrón: coleccionar islas. Pensé de inmediato que aquella afirmación merecía mi atención y, con gran disimulo, me dispuse a escuchar. Mi ansia de algo noticiable y mi curiosidad fueron en aumento hasta que, ayudado por dos rondas pagadas por mi exiguo bolsillo, conseguí que me hicieran partícipe de sus confidencias. Allí estaba la oportunidad que buscaba. Al día siguiente marqué, expectante, el número de Camuñas solicitándole una entrevista. Al principio se mostró reacio a concederme una cita.
- Mis islas no pueden interesarle a nadie – me dijo, algo alterado.
Pero, ante mi insistencia, consintió al fin en recibirme. Y una tarde, pertrechado con mi magnetófono y mi cuaderno de notas, era conducido a su presencia.
- ¿Conoces el mar, muchacho? – Ernesto Camuñas, sentado en una butaca frente al titilante fuego de la chimenea de su biblioteca, comenzaba con una pregunta su disertación. Era un hombre flaco, de piel muy morena. Su rostro, que iluminaban las luces cambiantes del fuego, permanecía fijo en las llamas.
– No, ¿verdad? – sin dejarme contestar, y después de un profundo suspiro continuó.
– El mar es la vida. Es el inicio. Es el color, la furia, el alimento, el camino. Y en el mar las islas son las más extrañas perlas con que la naturaleza nos obsequia. Son las hijas de las olas, de las tempestades y de las calmas. He pasado mi vida, buscándolas, amándolas. Y he coleccionado las bellezas de aquellas que encontré. Islas encantadas por los arrecifes, en cuyas playas, palmeras altas como edificios se inclinan para besar sus arenas blancas. Islas toscas, de acantilados brutales, de abruptos promontorios donde habitan los fantasmas de los buques corsarios hundidos por la ambición. Islas perdidas en la inmensidad del océano, pobladas de seres desnudos y felices. Islas arrasadas por viajeros sin escrúpulos. Islas tristes, exportadoras de esclavitud. Islas vírgenes de todo humano, con sus faunas intactas. Islas minúsculas, con un solitario faro que sirve de guía en el traicionero paso de un estrecho. Islas que poblaron las sirenas de la leyenda. Islas conquistadas, islas liberadas. En el puerto de algunas, el burdel y la taberna son el punto de enganche y de partida de expediciones hacia lo desconocido. Islas impregnadas por el aroma de las especias que atesoran. Islas de pescadores de esponjas. Las islas son mi vida, hijo. He atesorado planos, he trazado mapas, he calculado latitudes y longitudes donde sitúo los tesoros de su belleza. – Al decir esto último, Fuencislo Camuñas señaló con un gesto vago los libros que se alineaban en los estantes de su biblioteca
– Pero tú, muchacho, nunca podrás verlas ni vivirlas como yo lo he hecho.
Después de estas palabras, se recostó con un suspiro en su butaca y su mano nervuda agitó una campanilla que tenía a su lado, en una pequeña mesa. El mayordomo apareció de inmediato.
– Estoy muy cansado, Tomás. Acompaña al señor. Hemos terminado por hoy.
Entonces se levantó y, mientras me despedía, pude contemplar sus ojos vacíos. Después se alejó, tanteando con su bastón blanco los muebles que interrumpían su camino.
Al día siguiente, carraspeé más de lo habitual al ponerme al micrófono para contarles a los asombrados habitantes del pueblo la extraordinaria historia de su vecino.
Y unos días más tarde, guiado por una extraña llamada y con mi liquidación en el bolsillo, conducía mi automóvil hacia levante, hacia el Mediterráneo, en busca de aquel mar que me aguardaba para entregarme todos sus tesoros.