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ISSN 1989-4163

NUMERO 26 - OCTUBRE 2011

Cortito, por Favor

Paco Piquer

            Solía tomar café en aquel bar sucio y destartalado donde nadie le conocía, cada tarde, cuando ya el día se acababa y los obreros, los clientes habituales, tomaban la última copa antes de volver a casa para cenar.

            - Cortito, por favor – insistía siempre al camarero, que le contestaba con un gastado - ¡Marchando! – en el que camuflaba un “Como si no lo supiese, capullo” ininteligible, enredado entre sus dientes sucios y un eterno palillo que sobresalía de su boca como un apéndice, como si formase parte de su anatomía.

            Se sentaba siempre en el ángulo más apartado de la barra, huyendo de los ruidosos  parroquianos que, indefectiblemente, discutían de fútbol, dejando un hueco los jueves para rellenar la primitiva entre grandes voces mientras sorbían sus cervezas o sus carajillos de anís.

            Como esperando a alguien.

            La televisión se aburría en el soporte elevado de un rincón, ignorada por todos, desgranando telediarios, anuncios de detergentes o tómbolas donde se rifaban amantes de papel cuché,  a excepción del momento en que agotados los muertos en guerras lejanas, inauguraciones preelectorales o  procaces descripciones del artificial aumento del perímetro del busto de la pelandusca de turno, los clientes se dignaban dedicarle unos minutos de atención cuando el locutor de deportes explicaba como a Cristiano Ronaldo se le había desabrochado la bota izquierda en el entrenamiento de la mañana del Real Madrid y era entrevistado mientras se subía a su Ferrari de precio obsceno y le quitaba importancia al asunto.

            Su traje gris, de impecable corte, desentonaba entre los jerséis usados y los pantalones sucios de restos de cemento y los monos manchados de grasa que vestían, recién importados de la obra o del taller, aquella gente que compartía con él unas pocas horas inmediatas al fin de la jornada, tratando de hallar en las bebidas y en sus conversaciones intrascendentes algo que les hiciese olvidar, aunque fuese por unos instantes, que mañana sería igual a hoy, idéntico a ayer, lo mismo que dentro de un año.

            Así, día tras día.

            Día tras día.

            El hombre se sentaba en su rincón. A horcajadas en el taburete más alejado de la barra como si huyese de las cáscaras de quisquillas y los huesos de aceitunas que crujían en el suelo al ser pisados.

            - Cortito, por favor – repetía cotidianamente al pedir el café.

            - ¡Marchando! – le contestaba el camarero con el sempiterno palillo asomándole entre sus dientes sucios.

 

            Una tarde entró en el bar una mujer joven. Tan atractiva, que los parroquianos cesaron en sus discusiones, las manos que sostenían los carajillos de anís quedaron suspendidas en el aire y el comentario del locutor que habitaba la televisión que se aburría en el rincón quedó helado en la pantalla, huérfano de oídos a quien interesar.

            La joven miró a derecha e izquierda y al descubrir en su rincón al hombre del traje gris que, como siempre, sorbía su café – cortito, no faltaría más -  se dirigió hacia él resuelta,  con una sonrisa en los labios.

            - ¡Eres un hijo de puta! – le insultó al llegar frente a él, al tiempo que le abofeteaba.

            Después abandonó el local, seguida por la mirada estupefacta de los allí presentes.

            Superada la sorpresa, regresaron las conversaciones a las bocas de todos, los carajillos de anís calentaron gargantas ansiosas y el locutor de la tele finalizó una escandalosa entrevista con una famosuela que comparaba con gestos explícitos los centímetros, fuera de la norma, de los atributos de sus últimos amantes.

            El hombre del rincón, apuró su cortito café, depositó unas monedas sobre la barra y abandonó el bar como si nada hubiese sucedido.

             Jamás ha regresado.              

 

cortito

 

 

 

 

 

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