Otro Manuel, comensal incombustible y amigo incondicional
de don Manolo, nos recordó hace unos
años en su tan ocurrente como necesario Comer y
beber a mi manera que “la mejor receta de cocina
es esa sensación que los pobres llaman hambre y
los ricos apetito”. Partiendo de esa premisa, uno se
percata de que Manuel Vázquez Montalbán aplicó a
la gastronomía la dialéctica marxista bien condimentada,
a la par que hizo Gramsci aplicando la
misma a la praxis cotidiana. Los ingredientes que
hilvanó don Manolo para crear a Carvalho iban nutridos
de sutil aliño y recetas bien pensadas para
sugestionar a esa intelectualidad comunista del
tardofranquismo. La misma que, años más tarde, él
se encargaría de deconstruir sin tapujos, despojándola
de cualquier estúpido complejo atávico caracterizado
por atribuir a la burguesía el monopolio
del buen comer.
Su forma de entender la gastronomía, la materializó también a la hora de destapar con su saludable
mala leche a esa progresía anodina que
no sabía –ni todavía ha aprendido– a distinguir una acelga de una espinaca.
Esa manera de cocinar
sus artículos, novelas y conversaciones
iba en consonancia
con su fidelidad a
los ideales comunistas.
Siempre crítico, certero e
impecable, principalmente
a la hora de cuestionarse
esa pertenencia
a tal empeño ideológico y
estético, atendió a una de
sus voluntades: “Ser el último
en apagar la luz”.
Esa luz, a pesar de la caída
del muro de Berlín, dio
candor a una manera de entender,
comprender y habitar
un mundo. Pero el viajero que
huye sobrevuela en este instante
Bangkok con sus pájaros, cual
Charlie Parker con sus fraseos. Contempla
ese otro mundo, apenas acompañado de ingredientes,
sabores y comensales, y atestado de
gaviotas predadoras y corruptas –ahora son mayoría
absoluta– lidiando con rosas espinosas y dañinas
disfrazadas de color rojo. Un día una amiga
me reprochó que me lo sé todo de memoria y le
contesté: “Todo, menos la muerte”. No consigo
memorizar la muerte, o el asesinato, de MVM ya
que le noto peligrosamente presente.
Cuando le descubrí en sus libros, cuando hablé
con él en compañía de Antoni Serra y en conversaciones
con otro gran amigo que tenemos en
común –me niego al pretérito imperfecto– y personaje
encubierto en La soledad del manager,
despertó en mí ese apetito por la gastronomía novelada
y política. Desde entonces sigo hambriento
y ávido de conversar con carvalhos en algún mercado
palmesano.