He traído conmigo el plato de las propinas. Yo trabajaba en el urinario de la calle Sackville, el más limpio y concurrido de Dublín, cerca de la columna de Nelson. He mantenido conversaciones de todo tipo con hombres de pie que me daban la espalda mientras orinaban y aún así les he reconocido en esta guerra.
El coronel Brannagh, por ejemplo, problema de próstata y piernas curvadas. Todo un reloj a las cinco y cuarto porque antes de entrar en casa pasaba por el urinario en prevención de que hubiera visitas esperándole.
-Un caballero no es un conejo asustado entrando a la madriguera –decía- No podemos pasar de largo por delante de las damas o de un caballero distinguido. El mayordomo recoge el abrigo y el sombrero, nos despoja de la excusa de decir que vamos al guardarropa cuando lo que queremos es ir corriendo al baño. Por otro lado, reconocer una urgencia de ese tipo sería una grosería...
Son confidencias que desata la vejiga mientras se vacía, acaso por la complicidad del momento. Disculpo sus gases, simulo no darme cuenta y a la larga ellos se relajan y cuentan cosas.
-Odio a mi mujer –contaba el Señor Bloom- pero no puedo decírselo porque no soy feliz con ella y me fastidia hacerle esa confidencia de mis sentimientos a persona tan ajena...
Las personas cuidamos nuestra intimidad con demasiado esfuerzo. Soy indiferente a los que se orinan fuera o a los que huelen mal después de vaciar la tripa, aunque ellos se oculten. La mala conciencia y la vergüenza dejan malas propinas. Me gusta ganarme su confianza, dejarles ver que soy discreto y que todo lo que ocurra en el urinario es normal y conveniente.
El carnicero de Talbot Street, Seamus Hickey, cuando estábamos solos solía gastarme siempre la misma broma:
-Sujeta el plato que ahí va la propina...
Y se tiraba dos pedos sonoros. Cada día festejaba su ocurrencia como si fuese la primera vez.
-Es normal, es normal... –le contestaba, agradeciendo su confianza.
Hay que pasar bien el cepillo a los clientes habituales. Era un buen hombre el señor Hickey. El otro día me entere que habían matado a dos hijos suyos en Passendale, cosa de la mala suerte que muriesen los dos el mismo día. La vida da malas propinas.
Tampoco el urinario es cuestión de frivolidad. Hay historias terribles en la gente que se moja el pantalón o los zapatos. A un señor bajito que trabajaba con sus gafas de concha detrás de un mostrador de correos acostumbré a pasarle una bayeta por los zapatos. Nunca me dijo nada, ni siquiera buenos días. Se quitaba primero el abrigo, uno gris de calidad mediocre, y después por más que se arrimase ni el tamaño ni el impulso permitían que llegase a la pared del urinario. Por supuesto que se trataba de una cuestión de torpeza, pero él era incapaz de encontrar una solución. Al terminar, se ponía delante del espejo y mientras aparentaba ajustarse el nudo de la corbata yo me acercaba a pasarle un trapo por los pies. Nunca hizo ningún comentario y a eso nunca repliqué. El otro día lo vi pasar camino del frente, creo que me reconoció porque bajó la mirada. No creo que sea capaz de disparar un arma.
Había que mantener el suelo muy limpio, la cerámica brillante, pasar el paño por las piezas de bronce varias veces al día, renovar el alcanfor para que diluyese el olor de los orines... son detalles importantes. La gente entraba y miraba alrededor, se sentía a gusto. El trabajo era constante pero nunca descuidé los detalles con mis clientes. A Cillian O’Sullivan, un maldito veterano de la guerra de los ingleses contra los boers, le dolía tanto al orinar que echaba gotas de sangre y por eso lo hacía despacio. Se tomaba todo el tiempo del mundo y entre tanto hablaba, hablaba mucho. Se distraía hablándome de caballos y de perros, también de las ventajas de las cercas de madera por encima de los antiguos vallados de piedra. A veces me hacía bostezar y se callaba, pero al poco comenzaba otro tema como el de un carretero de Galway que secaba y se fumaba la piel de las patatas y añadía que él lo había probado y que no estaba nada mal. El horario de tarde era el más aburrido y Cillian O’Sullivan lo sabía. Encendía mi pipa cuando lo veía entrar porque estaba claro que aquello llevaría su tiempo y yo debía aparentar que escuchaba. Durante aquellos años oriné con él varias veces sus piedras del riñón.
Donovan Flynn el borracho manco de la fábrica de cerveza, solía escupir al suelo cuando entraba y alarmaba a los clientes con sus gritos y estupideces. Lo cierto es que algunos como él consideran que un urinario es sórdido y que dentro quedan excusados de toda regla de educación, que orinar o hacer de vientre son actos que embrutecen y concilian con cualquier obscenidad. Sin embargo, por el contrario, bajarse los pantalones o abrirse la bragueta en público son actos vergonzosos que requieren mucho respeto. Respeto y discreción como el que tenía un inglés que trabajaba en la policía, a pesar de no vestir uniforme, y que durante varios años estuvo yendo a diario y que al salir siempre daba a entender que no había hecho nada.
-Hay que ajustarse la camisa dentro del pantalón para que no arrugue... –comentaba al irse, sin olvidar la propina.
Lo mataron unos pistoleros, pero esa es otra historia.
-Esto es una biblioteca –le decía yo a Donovan Flynn cuando lo empujaba para echarlo.
El pobre borracho terminaba orinándose en el pantalón mientras subía a trompicones las escaleras a la calle, pero lo que ocurriese fuera no me importaba.
Niall Mullany tarareaba canciones en el urinario cuando se ponía cara a la pared y así lo recuerdo desde que supe que lo fusilaron los ingleses en Dublín la semana pasada. Cosas de ser héroes en patrias cada vez más pequeñas para morir más cerca del corazón, donde quiera que esté.
Cada uno tiene su patria y la mía era aquel urinario pequeño y estrecho, cerca de la columna de Nelson. Puede que haya sido un hombre humilde y que ahora no pretenda mejorar mi condición, pero estoy conforme con lo que me hace feliz. Por eso me he traído el plato de las propinas, porque siempre espero de la vida recoger algo por lo que estar agradecido.