Antonio López lleva 14 años trabajando en un cuadro de la Familia Real, un formidable trabajo de chinos en el que o se da prisa o le sale un epitafio. López es un hiperrealista meticuloso, uno de esos pintores fotocopiadora de los que se burlaba Goethe: “Pinta un perro exactamente cómo es y no tendrás un cuadro, sino dos perros”. Esa sensación de que los personajes van a salirse del cuadro y darnos la mano podría ser contraproducente aquí, porque somos muchos los que deseamos que la monarquía española se instale para siempre en las tres dimensiones del pasado: alto, ancho y largo.
La lentitud y la minucia con las que López acomete su trabajo testimonian el optimismo de un artista que no sólo cree en el mundo sino que necesita apuntalarlo con árboles, monarcas y montañas. Muchos otros pintores desconfían de la realidad y lo que nos ofrecen son lluvias de oro, desnudos imposibles, sombras y más sombras. López, devoto de la materia, no sabe qué hacer con el río frágil y huidizo del tiempo (esa mano que decapita árboles, montañas y monarcas) y por eso, para que no se le borren en el lapso que tarda en inmortalizarlos, recurre a fotografías en vez de a modelos: ningún modelo aguantaría tres lustros de posado.
A López, como siempre, el tiempo le ha jugado una mala pasada porque mientras los Borbones de carne y hueso no paran de crecer y expandirse, los pintados se le han quedado inmóviles en su marco platónico y cada vez hay más distancia entre unos y otros, hasta el punto de que, más que retratista, López parece un cirujano plástico. A Picasso una vez una señorona rica le encargó un retrato y cuando fue a quejarse al ver la poca semejanza que había entre su cara y aquel mamarracho cubista, el pintor malagueño respondió: “No se preocupe, señora. Ya se parecerá”. Es que Picasso pintaba en futuro y López en pretérito pluscuamperfecto.
Son dos maneras de hacer las cosas. Mientras, para pintar un membrillo, López dejaba transcurrir las estaciones, Picasso era capaz de atrapar el vigor y el peligro de un toro de un solo trazo. El tiempo es la dimensión inmaterial de la pintura, lo que se mastica como penumbra en los últimos autorretratos de Rembrandt, como carne amarillenta en La Balsa de la Medusa, como aire muerto en Las Meninas. Velázquez tuvo el valor de pintar los fantasmas de la pareja real en el espejo del fondo, para que el espectador atento entendiera lo poco que al fin y al cabo vale un rey: apenas una mancha de vanidad en un espejo empañado.