Rubén Castillo, polifacético escritor que cultiva tanto el ensayo, la crítica literaria, la novela o el relato corto, reafirmando la sospecha de algunos de sus habituales seguidores de que en algún lugar de su guarida de escritor esconde una cuadrilla de duendes literarios que lo acompañan alegremente en sus horas de inventiva y producción, ha publicado, con una diferencia de cinco días entre una y otra, sus últimas dos novelas: “Las hogueras fosfóricas”, en la Editorial Baladí y “El globo de Hitler” en La isla del náufrago.
Dicen los manuales de escritura creativa al uso que el argumento debe desenvolverse en un espacio identificable. Por ir por partes, y seguir el orden de los felices nacimientos, el espacio en el que transcurre “Las hogueras fosfóricas” nos sumerge en el impreciso, vasto e intangible mundo de las realidades virtuales, tan carente de fronteras y geografías como de límites entre lo real y lo falso, entre lo cierto y lo imaginado. Tristan, que busca en sus noches de insomnio en un chat erótico refugio al desengaño amoroso, a la traición y a la soledad, encuentra a Marge, con quien mantendrá una serie de “conversaciones” en las que poco a poco, a medida que ambos van descubriéndose y despojándose los velos de su falsas identidades, se irán mostrando tan desnudos y vulnerables como lo son en sus propias vidas.
Que nadie se engañe: esta no es una novela erótica, aunque el título, la portada y el formato de los diálogos, al puro estilo de un chat habitual, lo simulen. Y es perfecto que así sea, porque entrando en este juego virtual, el autor ha respetado hasta el final sus diabólicas reglas, y lo que parece ser en un principio, acaba siempre siendo algo muy distinto. Eso, si es que los implicados consienten en quererlo saber… Aquí, en “Las hogueras fosfóricas,” no hay otra opción que enfrentarse a la cruda y sorprendente realidad, porque es lo que está escrito, pero en esa otra realidad no suele importar lo que es, sino lo que se quiere ser; y eso también está escrito -palabras, en definitiva-.
Hay quien se resiste a la verdad y se aferra con fe ciega a lo que el otro, ese desconocido que ilumina con sus frases susurradas la pantalla del ordenador, escribe, alimentando los sueños y el deseo; por eso, quien busque en este libro ardientes escenas de corte pornográfico las va a encontrar, pero la penúltima novela de Rubén Castillo es mucho más que eso; es el testimonio de la desesperanza y de la soledad en la que se mueven los navegantes de esos territorios de superficies movedizas, queriendo aferrarse como náufragos a la remota posibilidad del amor, de escribir, leer y sentir el amor, de seguir creyendo en él aunque se sospeche que nada sea cierto, porque el amor, como decían Ortega y Gasset y Roland Barthes, en esencia es un invento de la propia literatura: Todos los náufragos, mientras bracean y se tragan el mar, buscan con los ojos la gris esperanza de un último barco. “Las hogueras fosfóricas”, de Rubén Castillo, es un excelente cuaderno de bitácora que da testimonio de ello.