"Todos nacemos siendo originales
y morimos siendo copias"
Carl Jung
Camilo nació con dos brazos. Su madre, mujer llorosa y rezadora, atribuyó a la Providencia aquel castigo cruel como pago merecido por algún yerro difuso y pretérito. Su padre, hombre escéptico y bigotudo, devoto militante de la Nada, consideró que, simplemente, éstas son cosas que pasan. Sea quien fuere el culpable del atropello, lo cierto es que Camilo nació con dos brazos, anomalía ésta que le causaba no pocos resquemores y zozobras. Para empezar, diremos que Camilo creció sintiéndose observado. Cuando le miraban por primera vez los otros niños -esas criaturas perfectas, cada uno con su único brazo moreno y robusto colgándole del único hombro como una herramienta lustrosa- les sobrecogía a todos por igual un pasmo indisimulado, como es siempre el pasmo de los críos. Y ese pasmo redondo y sin fisuras hería profundamente el delicado corazón de Camilo.
Por suerte, cuando los chicos se acostumbraban a la visión extraña de su cuerpo deforme, el pasmo desaparecía y solían requerirle a menudo para sus juegos de equipo, porque se daba la curiosa circunstancia de que el brazo extra de Camilo suponía una ayuda, también extra, en ciertas disciplinas como el balonmano, el baloncesto y el tenis. En cambio, Camilo nunca destacó jugando al fútbol, pues tenía el doble de posibilidades que sus compañeros de tocar inadvertidamente el balón y cometer falta, algo que hacía a menudo. Sin embargo, a pesar de sus éxitos en el terreno deportivo, Camilo no se sentía feliz. De hecho, él hubiera deseado mil veces ser normal, aunque no hubiera servido más que para empujar canicas o dar patadas a las latas abolladas que iba encontrando por las aceras.
Más tarde tampoco fue feliz. Ni los éxitos profesionales ni su salud de hierro ni el amor verdadero, nada consiguió sacudirle del corazón aquella chiclosa amargura. A sus treinta años recién cumplidos, Camilo se sentía profundamente desdichado. Cada mañana se miraba desnudo al espejo y observaba aquella terca tara, aquel miembro fatalmente repetido, la simetría forzada de su cuerpo. Entonces maldecía su imagen y se preguntaba “¿Por qué? ¿Por qué?...” con una furia impropia de su apocado carácter. Aquella traición genética le convertía, pensaba él, en un monstruo de feria, la mujer barbuda, blanco de miradas y cuchicheos y, lo que más le hería, en pasto de la complaciente compasión ajena. Camilo se sentía un engendro y lo era, o, al menos, ese mensaje interlineal le lanzaban a diario los anuncios publicitarios donde jóvenes sublimes y bien formados imponían al observador un canon general de belleza definitiva.
A veces, Camilo buscaba la paz deseada en las librerías. Mientras caminaba entre los estantes ocultando la extremidad intrusa bajo sus ropas, encontraba siempre algún ejemplar polvoriento de autoayuda cuyo autor aseguraba que bastaban diez lecciones para que sus lectores aprendieran a atarse los cordones de los zapatos, con lazada incluída, en menos de un minuto, un logro éste que la Humanidad llevaba persiguiendo desde la invención del calzado. Pero sólo Camilo y aquellos que sufrían su misma discapacidad eran “capaces” de atarse ellos mismos los cordones, con lazada y todo, en dos fracciones de segundo. Pero aquella nimia pelusa de orgullo era un mosquito en un vendaval; hacía poco ruido y en seguida se apagaba. Y es que, al salir de la librería, Camilo tropezaba indefectiblemente con una multitud observante, pasmada y compasiva que le recordaba su condición de error-horror biológico.
Después estaba el problema de Irene. Su novia, tan bella y silenciosa, con aquel cuerpo irreprochable y su único brazo, sano y flexible como la rama de un manzano joven. Irene reconocía que acomodarse en el centro del circuito cerrado que formaban los dos brazos de Camilo era infinitamente más agradable que ser abrazada por uno solo. Reconocía que las cotas de placer que alcanzaba al ser tocada por dos manos a la vez, acariciada por diez dedos al unísono, eran superiores a la pobre experiencia que suponía el ejercicio de la intimidad con un hombre normal. Pero, tarde o temprano, había que salir a la calle y era allí donde su amor era sometido a prueba. Irene llevaba mal las miradas de extrañeza de los adultos, el citado pasmo redondo de los niños, el meneo grave de cabeza de los ancianos que no entendían que una chica tan agraciada hubiera elegido a un hombre disminuido para compartir su vida.
¿Disminuido? ¿Qué sabían aquellos viandantes anónimos de la ternura y el bien que anidaban en el corazón de Camilo? Irene no conocía a ninguna pareja normal que se amara tanto como se amaban ellos. De hecho, la mayoría de sus amigas se llevaban bastante mal con sus parejas de larga duración, a las que seguían unidas por puro convencionalismo, costumbre, temor o pereza. La rutina no sabe sumar, le es indiferente el número de brazos y acaba pulverizando toda pasión por igual. Pero Irene amaba a Camilo. Al fin y al cabo, ella no quería vivir un anuncio, no aspiraba a una dicha-escaparate de treinta segundos, no pretendía ser admirada o envidiada por aquellos viandantes anónimos. Ella quería una felicidad duradera, como todos, y, hasta ese momento, sólo Camilo se la había proporcionado. ¿Por qué, entonces, se sentía tan incómoda a su lado?
Por supuesto, Irene no confió a su novio ninguna de sus zozobras en este sentido, pues lo último que deseaba era herir sus frágiles sentimientos. Pero tampoco era necesario. Cuando paseaban de la mano por la calle, él podía percibir su incomodo de una forma tan rotunda que casi parecía sólido. En realidad ella y él no formaban una pareja, sino un trío. El azoramiento de Irene era un personaje más, rudo y mostrenco, caminando entre los dos por las aceras, ocupando otra butaca a su lado en el cine, otra silla a su misma mesa en los restaurantes. Y él la amaba demasiado para permanecer impávido ante esta situación, no quería que ella se sintiera así, tenía que hacer algo...
Fue un martes por la mañana. Mientras esperaba el autobús, Camilo observaba un anuncio pegado en la marquesina con más atención de la que suele prestarse a estas cosas; una pareja colosal, de una belleza asfixiante, le miraba desde su sueño de papel sonriendo su falsa alegría con un halo solar en la mirada. Todo el anuncio era un tributo a la juventud, a la belleza y al Photoshop. Ambos sujetaban en su única mano una botella de un conocido refresco. “Todos lo beben ya, ¿y tú? No te quedes fuera” rezaba el previsible slogan. “Sí”, pensó Camilo, “yo me quedo fuera, yo siempre he estado fuera, soy diferente, un alienígena, soy distinto en una sociedad que condena lo único”. En ese instante, a su espalda, un hombre que no había reparado en su tara le estaba diciendo a alguien: “Yo prefiero que me salga otro brazo a vivir con mis suegros”… Era sólo una frase hecha, un latiguillo común que había oído mil veces y que casi nadie decía con intención de ofender, pero aquel martes por la mañana esa expresión coloquial actuó en Camilo como un revulsivo. “¡Se acabó!” gritó su silencio, "no quiero seguir así, yo quiero ser como todos, quiero pasar inadvertido o que me adviertan sólo por ser más igual a los demás que nadie, quiero dejar de ser yo, quiero ser los otros”.
El cirujano le desgranó cada uno de los peligros que entrañaba someterse a una operación de tal calibre. La amputación quirúrgica de una extremidad superior por razones de estética era una intervención relativamente frecuente y popular, aunque Camilo sólo recordaba haberse encontrado tres o cuatro veces en toda su vida con otro hombre que sufriera su misma discapacidad. Cuando esto ocurría, Camilo bajaba los ojos de inmediato para no tropezar con la consabida mirada de piadosa complicidad que tanto detestaba.
Por suerte, todo fue bien y, cuando despertó de la anestesia, Camilo lloró de gozo. Irene, a su lado, iluminaba el amanecer de su nueva vida con el sol naciente de su sonrisa. Su novia no le animó de forma explícita para que diera el paso decisivo de operarse, pero, ahora que todo había pasado, se sentía secretamente aliviada. A partir de ese instante de gracia ya podían considerarse una pareja normal. Adiós a las miradas de desaprobación y a los cuchicheos de los adultos, adiós al meneo de cabeza de los ancianos, adiós al jodido pasmo de los niños… Ahora ya tenía un novio como el de sus amigas y vecinas, ya podía considerarse feliz y en paz...
En ese instante de dicha, Irene aún no sabía que jamás volvería a tener un orgasmo con su pareja, aquellos orgasmos radicales que las caricias dobles de Camilo le proporcionaban con una facilidad inusitada, quedaron para siempre en el pasado. Tampoco sabía que su amado sería despedido de la empresa donde trabajaba a causa de su insuperable torpeza con los teclados y demás adminículos informáticos, torpeza que, al volante, provocaría tres accidentes, uno de ellos gravísimo, que le recluiría en el hospital durante semanas. Camilo tampoco volvería a jugar al tenis, al baloncesto, al balonmano, al golf o al voleibol, Camilo tuvo que renunciar a muchas cosas, pero nada de esto importaba ahora. Daños colaterales, predecibles. Lo único que realmente importaba era que ya podían considerarse una pareja normal, por fin. Nor-mal, se repetían los dos mentalmente, paladeando la palabra como un dulcísimo caramelo de frutas tropicales. Normal, normal, normal, hermosa, clónica, simétrica, aburrida, estúpidamente normal.
Cuando le quitaron los puntos y la cicatriz comenzaba a desdibujarse, una mañana de noviembre Camilo se miró desnudo al espejo como solía. A estas alturas ya habrán adivinado que Camilo era un bendito y que sufría más de una minusvalía: le sobraba un brazo y le faltaba personalidad. Por suerte, la segunda minusvalía, aunque grave, no era muy visible, y, por tanto, porque no se veía a simple vista, le importaba un rábano. Por el contrario, gracias a esta segunda tara, Camilo se sentía ahora el hombre más feliz de la tierra. El más feliz, el más seguro, el más dispuesto y el más gloriosamente repetido.
Miró por la ventana y observó a sus congéneres que pululaban laboriosos haciendo girar el mundo con su cotidiano esfuerzo. Le parecieron venerables hormigas uniformadas y sonrió beatíficamente al sentirse, por fin, integrante por derecho propio de un rebaño tan bello y homogéneo.
Aquella mañana, Camilo tardó diecinueve minutos en atarse los cordones de los zapatos. Eso sí, con lazada y todo.