Llegó el día temido, el día en que tendría que dejarnos. Se presentó de repente, sin aviso, como sucede muchas veces en estos casos. Vas a ver por qué no te funciona el limpiaparabrisas y te acaban encontrando una fuga de gasolina. Ante tamaña complicación, Juan Antonio, como siempre, tiró para delante. ¡O me arreglan y dejo de estar padeciendo constantes averías o incluso el colapso total del motor, o me voy pal carajo! Firmó los papeles que le puso delante su mecánico de bata blanca y con su habitual humor fino, se permitió ironizar sobre despedidas y futuros encuentros en el más allá. Nos contó uno de sus últimos sueños, donde su amigo del alma, Manolillo, lo esperaba en las puertas del cielo –ya bien colocado y con un cargo de confianza en aquellos lares-, dispuesto a ofrecerle un buen puesto en aquella administración. Pero él no entraba, él seguía su camino por la vereda de la izquierda. Siempre por la izquierda. y se sonreía cuando lo contaba. Y le volvió a demostrar a Carmen Rosa, con una mirada chiquita y acuosa, todo lo que sentía por ella, a pesar de la tosquedad al demostrar sus sentimientos o la carencia de palabras, esa mirada menuda lo decía todo. Se fue y nos quedó pendiente la última salida en coche, a pasear por esas carreteras para sentir el verde del monte y palpar la fisonomía de la isla. También quedó para otra dimensión la paella que le iba a preparar Inma en Bajamar en su honor. Y no se me va de la cabeza su despedida con la mano en alto mientras quedaban unos minutos para que partiera hacia el quirófano, como si todo aquello fuera a pasar en un santiamén y volveríamos pronto a darnos la mano. Pero no fue así, aunque le volví a dar la mano él ya no estaba, había partido dejándonos el envoltorio que se había calzado durante ochenta y tres años. Creo que ya sabía, cuando le dijo a Carmen Rosa que no se olvidara de llevarle un cortadito, que se dirigía a otro lugar, uno más allá de la última parada.