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ISSN 1989-4163

NUMERO 16 - OCTUBRE 2010

Encontrarás

Paco Piquer

           
            “Encontrarás…”. Otra vez ese maldito estribillo. “Encontrarás…”. Apenas he escuchado esa canción un par de veces y hoy no he dejado de tararearla. Conduciendo. Mientras me duchaba. “Encontrarás…”  
            Y ahora estoy soñando, sé que estoy soñando, y ese maldito estribillo sigue persiguiéndome. “Encontrarás…”. Ni siquiera consigo recordar quién la canta.
            Sí. Ahora caigo. La he escuchado estos días, aunque no recuerdo bien dónde.  Estaba cantada en castellano, pero su intérprete no era española. Seguro. Italiana…, no,… francesa; tal vez ni lo uno ni lo otro.  “Encontrarás…”. 
            Es una voz de hombre la que hace el coro: “Encontrarás…”. ¿Miguel Bosé? Puede.
            Me agito en el lecho. “Encontrarás…”.  
            Despierto. Me muevo. Doy vueltas. Mi mujer protesta.
            - ¿Qué te pasa? – pregunta.
            – Nada, nada – contesto.
            Intento poner la mente en blanco. Retomar el sueño. Es inútil.
            Ahora, algunas estrofas de la canción se mezclan con el jodido estribillo que hace esa voz de hombre: “Saber que aún queda mucho amor… Encontrarás”.  
            Sigo dando vueltas en la cama. No encuentro la postura.
            Cuando parece que lo he conseguido y estoy a punto de perder la consciencia, regresa la pesadilla en forma de canción: “Es locura,  no es tristeza… lo que me parte en dos la voz… Encontrarás…”.
            Me incorporo, jadeando.  Mi mujer insiste.
            – ¿Qué te pasa? –pregunta de nuevo.
            – Una pesadilla –explico.
            – No es nada, duérmete.
             En pocos segundos, su respiración acompasada es el único sonido en la oscuridad. Yo continúo escuchando la canción, que martillea en mi cabeza: “… Cuánta herida, qué belleza… saber que aún queda mucho amor… Encontrarás…”,  y, ahora, algo más me atormenta.
            Ya no intento borrar el sueño que me desvela, no. Ahora pretendo recordar la letra completa.
            Si no puedo dormir gracias al martilleo constante de unas pocas frases de la canción y de su estribillo, intentaré cantarla en silencio, sus notas sonando tan solo en mi cerebro.
            Es inútil. No puedo, no me acuerdo. Parece mentira, pero antes la oía, completa. Letra y estribillo.
            Quizá sea porque no se puede cantar en silencio. Debe de ser eso.
            Así que empiezo a tararear en voz alta: “… Pesa tan poco lo que doy… Encontrarás…”.
Mi mujer se despierta, sobresaltada, y enciende la luz.
            – Pero, ¿puedes explicarme qué diablos te sucede? – me pregunta, mientras comprueba la hora en el despertador.
            – Ya ves –mi voz se ha vuelto tranquila, como poseída de una extraña calma–, canto una canción.
            Mi mujer me mira con asombro
 – Pero ¿es qué te has vuelto loco? ¿Es qué no sabes la hora que es?
            – “…voy a volar muy lejos del dolor…” -  yo sigo en mis trece.
            Me levanto, y de pie sobre la cama y con el puño cerrado frente a mi boca,  imito el gesto de cantar con un micrófono: “Encontrarás…”  
            La noche promete, el auditorio está a rebosar y el público está entregado ¿Qué  más puedo pedir? “… del secreto de cuanto quise y no pedí…”.
            Mi éxito ha sido apoteósico, sin duda. Como la resaca por falta de sueño que me acompaña al levantarme al día siguiente.
            Mientras me dirijo al trabajo, intento revivir lo sucedido. Una melodía me ha perseguido obsesivamente durante la noche. Mi mujer me lo ha echado en cara mientras desayunábamos.
           – ¡Vaya lío montaste anoche! –me ha recordado mientras me arrojaba sobre la mesa una caja de analgésicos–. ¿Has visto el aspecto que tienes?
            Abro las ventanillas del coche. Trato de despejarme. Pongo la radio.
            “… Que perderte, no te miento, no me cuesta… no me cuesta…”.
¡No! Otra vez, no. Pero ahí sigue. Pegadiza. Implacable.
            “… Saber que aún queda mucho amor…”.
            Desconecto la radio y selecciono un CD. Unas piezas para piano de Erik Satie. Eso es lo que necesito. Una música relajante que me ayude a olvidar esta pesadilla…
            Le doy al play.
            “… Cuánta herida, qué belleza…”.
No puede ser. ¡¡No puede ser!!  Extraigo el disco del reproductor: Natasha St. Pier.  Pero… Yo no tengo ese disco. ¡YO HE PUESTO EL PUTO CD DE SATIE!
            Me detengo en la gasolinera más próxima. Necesito recapacitar, lavarme la cara y tomarme un café doble que me despeje; que me libere, por fin, de esta pesadilla.
            En la entrada del bar, una vendedora de cupones tuerta me guiña su ojo sano y,  junto a la barra, una de esas jodidas televisiones que cuelgan de la pared para que nadie las mire repite, uno tras otro, videos musicales.
            ¡No! ¡¡No!! ¡Otra vez, no!
            “… Pesa tan poco lo que doy, pero en el alma de mis besos…”.
Natasha St. Pier, Encontrarás, del álbum “De l´amour le Mieux”, reza el rótulo que pone título a la canción que interpreta para un auditorio único: YO,  una rubia algo flacucha que me recuerda a la vendedora de cupones.
            “… Encontrarás… encontrarás…”.
Miguel Bosé, que parece que pasaba por el vídeo, repite hasta la saciedad la palabreja en segunda persona del futuro perfecto del verbo encontrar. Lo que le habrán pagado al tío por eso.
            Pido el café: – Doble, por favor.
            Pero, ¿qué es esto? Miguel Bosé, travestido en camarero con pajarita, me lo sirve y  desaparece, para asomarse al instante, camarero mediático, en la televisión.
            – Invita la casa – dice desde el aparato que cuelga en la pared.
            Escapo,  poseído por un terror infinito. La vendedora de cupones tuerta tampoco está donde estaba. No. Ahora está sentada en mi coche. ¿Olvidé cerrarlo? Seguro.
            Vuelve a guiñarme su ojo sano.  – ¿Puedes llevarme hasta el centro, guapo?
            No respondo. Arranco. Ella pone la radio.
            – ¿Puedo? –pregunta después de conectarla. “… Encontrarás…”.
            De nuevo, esa canción que me persigue. Nervioso, me salto un stop. Dos segundos después, un motorista de tráfico me hace señas para que me detenga.
             Otra vez Miguel Bosé, guapo agente de uniforme, me susurra el inevitable “Encontrarás” en cuanto abro la ventanilla.
            – Déjeme a mí –dice la tuerta, y sale del coche.
            Aleja al agente unos metros por detrás del coche y por el retrovisor veo como me hace señas para que me aleje.
            No lo pienso y arranco, levantando la gravilla del arcén con los neumáticos desbocados.
            El coche derrapa, pierdo el control y me precipito a la cuneta. Doy varias vueltas de campana.
            Me despierta algo húmedo en mi rostro. Estoy en el suelo, al pie de la cama. Mi perro, extrañado por verme a su nivel, me saluda con unos lametones.
            – Vaya pesadilla debes de haber tenido, cariño –dice mi mujer mientras ayuda a incorporarme–. Hasta te has caído de la cama.
            No respondo.
            Durante el resto del día pienso en lo sucedido. Trato de recordar dónde habría escuchado la maldita canción que  me ha obsesionado durante mi sueño.
            Cuando regreso a casa, después del trabajo, hallo la solución.
            – Papá, ¿vendrás mañana a la función de fin de curso? –Mi hija de catorce años y una amiga de su edad con la boca llena de hierros aguardan mi respuesta, expectantes.
            – No si podré –respondo. Odio las funciones de fin de curso.
           – Venga, papá. Hacemos un baile con una canción de Natasha St, Pier. Llevamos ensayando más de dos meses.
            La habitación de mi hija está justo al lado de mi despacho. A veces me llevo trabajo a casa.
            Tiene razón. Su amiguita se ha quedado a dormir y han ensayado durante todo el fin de semana.           
            “… Encontrarás… Encontrarás…”

Txema Madoz

Imagen: Txema Madoz

 

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