I
El Corsario me lo había dicho,
no esperes nada de los hombres
y ponte a escribir.
Nada hay que esperar de los hombres.
Eso dijo.
Pero yo
soy como el hombre del brazo de oro.
Me tiemblan las manos,
se me seca la garganta,
conozco el riesgo,
y siempre vuelvo a jugar una partida más.
II
Catorce años con ella y un poema.
Es toda la sabiduría
que hoy sacaré en claro.
Y que pasar la noche con otra,
conmigo,
no hace daño a nadie.
Yo no lo veo tan claro.
Porque siendo yo la dueña de la música,
esta noche he venido cargada de canciones.
Pero esta noche no hay música,
tampoco hay sexo,
y ni tan siquiera hay una palabra amable.
Lo mío es muy perverso.
Todo esto,
porque se parecía a él.
Este pequeño dolor,
otra decepción,
sólo porque me recordó al chico feo que,
después de todo este tiempo,
aún no ha contestado a mis preguntas.
¿Acaso no soy hermosa?
¿No soy mujer para ti
porque quiero navegar en mi propio barco,
aunque llevaría tu nombre por todos los océanos
y te respetaría en todos los puertos?
III
Que lo que Dios ha unido
no lo separe el hombre.
Cuarenta grados a la sombra,
una iglesia de piedra,
casi todo el mundo vestido
con muy mal gusto.
He viajado hasta este lugar
perdido del mapa
con resaca
y sin haber dormido,
para oír hablar de cosas que no entiendo, y
de otras cosas que me suenan, pero de lejos.
Porque si hablamos de formar una familia
yo siempre pienso en la primera frase de Anna Karenina, o
en la primera frase de Ada o el ardor.
Si hablamos de “hasta que la muerte nos separe”
pienso en que quiero que la muerte sea como en Macondo,
que mi amor vuelva cada primavera
con Melquíades y el resto de los gitanos,
aunque sea desde el más allá.
Y si los demás pronuncian “te quiero”
yo no tengo ni idea de lo que están hablando.
El doble esfuerzo
de respirar
y de contener las lágrimas
es una tortura en este fuego.