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ISSN 1989-4163

NUMERO 16 - OCTUBRE 2010

Vista de Henri Rousseau desde el Muelle de Uribitarte 
        

Luís Arturo Hernández

Exposición de Henri Rousseau el Aduanero, Museo Guggenheim Bilbao, en colaboración con Fondation Beyeler Basilea, 25 de Mayo-12 de Septiembre, 2010.

                                                                               A María Moreno Vassart,
                                                                            pintora ingenuista y amiga.
                                                                              Y a Juan Serrano Tomás,
                                                          porque cuando despertó el ictiosaurio
                                                                                     todavía estaba ahí.

                                                       IN  MEMORIAM HENRI ROUSSEAU
                                                                                                                                José Mª Álvarez, Museo de cera

   Nos hemos acercado este verano al Museo Guggenheim Bilbao a visitar la exposición antológica de Henri Rousseau el Aduanero (Laval, 1844-París, 1910), conmemoración del centenario de su muerte, con el secreto afán de descifrar el enigma de esos cuadros que nos han encantado desde niños. Y eso a pesar de que Rousseau el Aduanero no sea un pintor infantil, sino acaso —como Lewis Carroll en la literatura infantil o fotografía de sus niñas— para voyeurs adultos que contemplan la vida desde una eterna infancia.
         DIORAMAS DE GRAN GUIÑOL
     “Para los primitivos y para los niños todo es real. Pero esa realidad se modifica y hechiza gracias a la poesía de su sencillez.”
                             Oto Bihalji-Merin, El arte naïf   

     “Todo parece construcción infantil, para ser recortada y fingir un relieve.” 
                                                           Benjamín Jarnés, El profesor inútil

   Y es que hay, en las obras de Rousseau, algo de teatro de gran guiñol —los Pierrot y Colombina de “Una noche de carnaval” (1886)— y mucho de la artificiosidad grotesca de la tragicomedia de la vida, con sus siluetas de fantoches o marionetas articuladas —desde el “Pequeño caballero, Don Juan” (1880) a “Los alegres comediantes” (1906)—.
   Titilimundi de recortables de cartón —precursores del collage— como los decorados superpuestos de un escenario, en sucesivas capas planas de pintura —desde el telón de  fondo al teloncillo—, entretelas entre bastidores de los lienzos, que acercan al primer plano del proscenio —con técnica de composición cubista— las caricaturescas figuras de la comedia humana, en un ciclorama ingenuista, un pop-up desplegable y precursor, mucho más acá de las vanguardias históricas o el surrealismo de línea clara, del pop art.
   Y esa teatralidad es la misma con que posan, en un remedo de instantánea fotográfica, con su rigidez hierática, figurones como muñecotes de feria —“El carro del tío Junier” (1908) o el “Retrato del Señor X”(1910)— sobre el fondo de una naturaleza acotada, de un hábitat ilusorio de cartón-piedra, que hace de los abrumadores bosques del erotismo y de la seducción —“Paseo por el bosque” (1886) o “Encuentro en el bosque” (1889)— sendos huertos civilizados, a raya, de las afueras de la ciudad; que racionaliza el paisaje silvestre haciendo de él un bucólico Jardín del Edén —la seducción musical de la flauta del “Cuarteto feliz” (1901-1902)—; que domestica el caos campestre convirtiéndolo en campo de deporte con reglamento —en el que se coreografían, como en un tabanque de saltimbanquis, “Jugadores de fútbol” (1908) con el autorretrato del pintor a la cabeza—; que pone firme la irracionalidad de la campaña bélica —franco-prusiana— en el parque inmóvil, en el retrato de grupo de unos soldaditos de plomo en la campiña, con la foto fija del afable teatro de operaciones de una guerra de juguete, y las batallitas de la mili —“Artilleros” (1895), en posición de descanso—.
         ALLEZ OP! o EL MAYOR ESPECTÁCULO DEL MUNDO
     “Estas casitas tiradas a cordel, con un jardincillo delante cerrado por una verja de lanzas de hierro, parecen departamentos de un parque zoológico —sólo que, cuando parece que tendría que salir el tigre o la jirafa, aparece un pequeño rentista, su señora o la niña—.”   
                              Josep Pla, El cuaderno gris

     “Pero, Y la fauna?
     La que no contempla ni ataca
     Los acantopterigios irascibles
     De diente largo y velocidad?”
                             José Mª Álvarez, Museo de cera

        “cada familia animal o vegetal recibe allí su porción exacta de terreno, que va luego rellenando de color.”                           
                             Benjamín Jarnés, El profesor inútil

     “Y posamos un tigre”
                             José Mª Álvarez, Museo de cera

    Hasta que, en los que van a ser los cinco últimos años de su vida, Henri Rousseau el Aduanero desborda el reducido marco del paisaje urbano —y su revolución industrial— y, quitándole las puertas al campo, se desmelena —como rey león de su propia selva—, da el salto cualitativo —¿salto del tigre?— al cuadro dramático, —y cuantitativo— al de tamaño natural, al fresco de la lucha por la supervivencia en la jungla, de la selección —y antología— natural de las especies.
   Sin embargo, en esos mundinovi —y nunca mejor dicho— del “Nuevo continente”, la teatralidad del buen —o buena— salvaje —encantadora “encantadora de serpientes”— de Rousseau —en un guiño irónico y fotográfico al Emilio, de su homónimo suizo Jean Jacques— tiene trampa y cartón. Y es que las fieras de las estampas —o cuentos— de la  selva del Libro de las tierras vírgenes del Aduanero también están amaestradas y, así, el origen de las especies se encuentra en el zoológico de París —así como el origen de las especias, en el mismo Jardín Botánico—. Y son esos animales salvajes, expresión de la fuerza de la Naturaleza –“El león  hambriento se abalanza sobre el antílope” (1905) o el, no exhibido, “Sur/prise”, sorpresa del tigre abalanzado sobre su presa—, en una lucha por la vida de mentirijillas, semovientes —recortables como calcomanías— del Libro de la selva, extraídos de Bêtes sauvages —“bestias salvajes que se aberronchan contra el follaje vivo”—; fauna y flora  herborizadas –y herbivorizadas o herviborizadas— del Museo de Historia Natural de quiosco, con sus naturalezas muertas  —o amenazadas de muerte— entre las hojas del cuaderno de campo de un herbolario como en las páginas del álbum de Vida y color, y láminas de un libro para colorear —que abarcan desde una minuciosa, meticulosa, minutísma vegetación arborescente a esbozos sin terminar, a los que les faltara un herbor, como “La comida del león” (1907)— capturadas, en un safari pictográfico, en el parque temático de una reserva más natural artificial, saboreando los frutos amargos del Jardín de las delicias, por un explorador dominguero —touriste de coronel Tapioca— desde la mirada bidimensional —anulada ya la perspectiva central renacentista— de un solo ojo, con el daguerrotípico —y guiñolesco— guiño de cíclope de los pioneros de la fotografía.
         MÉXICO SE ESCRIBE CON X DE EXOTISMO y SEÑOR X
     “Nosotros, honestamente, pensamos que los leones de esta especie [la tercera que no describe Solinus] son precisamente los más peligrosos, pues ni siquiera tenemos información precisa de su aspecto y no puede descartarse la posibilidad de que, en algunas ocasiones, esos leones ignotos recurran astutamente a los más inocentes disfraces.” 
                                                           Javier Tomeo, El cazador de leones

     “Mejor es crear una nueva especie estética con las parcelas más bellas de todas las especies visibles e invisibles, zoológicas, botánicas o racionales.”  
                                                           Benjamín Jarnés, El profesor inútil

     “reflejada como una pintura sin sombra, como una pintura sin mancha en una cornucopia de París”  
                                                           Rafael Sánchez Mazas, Rosa Krüger

        “Verdad y embuste pueden fundirse aquí en un concepto más alto.”
                                                           Benjamín Jarnés, El profesor inútil

   Cual tramoyista de repertorio, Henri Rousseau traslada soles de atrezzo y paisajes de su telar de una escenografía a otra del cuadro —dramático—, colando de matute —con picardía de aduanero jubilado— nada menos que tigres y leones en ¡México!, en vastos diaporamas de ensamblaje —pues no en vano era hijo de hojalatero— que le permiten escamotear el peaje entre la realidad del funcionariado y su país imaginario, y fabular fantasiosas aventuras coloniales —cual “batallitas” de un Valle-Inclán en la Revolución Mexicana—, en las selvas de una Centroamérica que jamás llegó ni a visitar, historias apócrifas de chiripitifláutico Capitán Tan o de cazador hiperbólico —Tartarín le breton  o Henri de Tarascon— que van fundiendo —y confundiendo— realidad y ficción en la leyenda de un pintor que plantaría su particular casa de fieras  —“El león hambriento” (1905)— junto a los fauvistas —y nunca mejor traído, por las piezas que le ponen al rey de la selva los dientes largos o esos tigres que escupen por el colmillo (retorcido)— en los  parterres del Salon d’Automne de Pintura de Paris, recreando —y recreándose en— un microcosmos de invernadero, ecosistema sintético de terrario aterrador y exuberancia de flor de estufa, obra y gracia de un naturalista de salón con vistas a selva ajardinada que se aparta del naturalismo —entre el fauve y el kitsch— para ir adentrándose en un primitivismo —más que naïf— que pareciera haber reencontrado en el románico de la Isla de Francia la desproporción entre las figuras y la romántica inmovilidad fotográfica de las figuras del museo de cera —así, su autorretrato en la carriola del tío Junier—, y la pintura plana con su ruptura de la perspectiva o la confluencia de su multiplicidad —el retrato orientalista de Pierre Loti (“Señor X”) o “Vista de la isla de Saint-Louis”(1909) —, del taxidermista de animales de compañía con salacot inmortalizados en un paisaje idílico de luz ¡sin sombra! —que asombra—, irrealista, que transmuta, como en la vida del autor, la obra en una suprarrealidad en la que los personajes parecieran levitar, como los jugadores o el señor que, en “Vista de la isla de Saint-Louis desde el muelle Henri [Rousseau] IV”, no hace pie, en una quietud inverosímil —calma chicha del agua por la ausencia de viento— y que, por la quiebra de la perspectiva espacial, caballero inactual, se desliza al ensimismamiento en el instante, en un estatismo de ensoñación —sueño en duermevela, como en los veleros de “A orillas del Oise” (1905), con el rizar de las olas-, de vigilia en sueños, en una atemporalidad onírica que alguien llamó “eterno domingo”. 
         DE SUEÑO EN/SUEÑO
     “El artista, que mucho se asemeja al niño, puede tener acceso más fácilmente al sonido interno de las cosas. Aquí están las raíces del gran realismo. […] Henri Rousseau, a quien hay que considerar como padre de dicho realismo, abrió este camino.”
                                                           Wassily Kandinsky

      “(…) En voz baja y seductora comenzó a canturrear, luego acarició la cabeza del reptil sediento de sangre, y entró por la puerta del zoológico.
   La culebra la siguió, obediente, cruzando la puerta, pasando por el parque cubierto de hierba y delante de las jaulas de los leones y de los tigres, de vuelta a su propia jaula, cuya puerta la especialista en danza rítmica cerró cuidadosamente tras del animal, luego de lo cual, con pasos lentos, regresó junto a los suyos.
   —Y esto, ¿cómo lo hiciste? —preguntó su esposo, en medio de la asombrada multitud.
   —Para mí esto no es nada —dijo modestamente la señora Bárd—. Soy encantadora de serpientes diplomada, con todos los exámenes aprobados.” 
                                                           István Örkény, Cuentos de un minuto, “Cada uno sabe algo”

   Y, en esa atmósfera de hipnotismo, bastará conciliar el sueño para acceder a la magia del “gran realismo” y atravesar el umbral de la ambigua dimensión de ese sueño eterno  en “El sueño de Yadwigha” —¿Yadwigha sueña o es soñada por el pintor?—, la mujer  yacente hechizada en la selva por la flautista que les pone (en la noche de) los cuchillos largos a las fieras, como la “Gitana dormida” al león en la noche desértica de luna llena y que, al igual que la despierta “Encantadora de serpientes” —réplica también de la de Yadwigha y con ecos del flautista en la floresta de la arcadia pastoril del Cuarteto— en su claro de luna, quizás encarnen —las tres gracias, a pesar de brillar por su ausencia en esta exposición*— el oscuro objeto de deseo de un pintor que dibuja los figurines para la tragicomedia bufa de un fantasioso seductor y ex-militar algo fanfarrón —a medias, pues, entre Amor y Muerte— que, una vez casado —La boda” (1905), cuyos personajes se antojan muñecos de papier maché; o el retrato de su señora, “dama del perrito”—, se abisma en la ensoñación de la mujer de sus sueños, no sin un atisbo de jovial autoironía.
         HUMOR SE PINTA CON HUMO
     “Él solo con su intrépida, con su impertérrita y arrolladora máquina tipo Vendervil —ciertamente digna e él—había roto varias veces las líneas de los boches: Badaboum!, ahí está  Pierre Brassac. Y la infantería, los carros de asalto, la caballería ligera, los artilleros a caballo entraban en tromba tras él.”  
                             Rafael Sánchez Mazas, Rosa Krüger, [39. Pierre Brassac, Tartarín ferroviario]

   Porque, si algo salva la pintura de Rousseau del abismo entre lo patético y lo ridículo al que parece empujarlo su sentido grotesco, es precisamente el humor con que se mira la realidad: desde la transferencia del humo del cigarro del Señor X a las chimeneas de las fábricas del fondo —asociación ¿inconsciente? de imágenes, presurrealismo de línea clara a lo Magritte, precursora en un siglo de la corrección política— a la combinación de colores que hacen juego entre vestimenta y paisajes en el Señor X o los Jugadores de fútbol —en un ejercicio de autonomía de la obra de arte que lo vuelve precursor del arte aplicada al diseño—, síntesis, ésta, de figura y paisaje —conjuntados o mimetizados—, que se consagraría en su gigantesco y levitante autorretrato.
   Todo ello quizá como expresión de un temperamento cándido —y pelín volteriano— y un carácter histriónico que hizo de él un rey de gallos en la corte —o cohorte— de los pintores vanguardistas que lo apadrinaron como a un tonto útil, hombrecillo socarrón al que faltaba un hervor, otro Pepín, un “abuelo Cebolleta” en fin, y en particular del joven e iconoclasta Jarry, sumo santón de la Patafísica, paisano suyo —también bretón— y su compañero de viaje —hacia el París de André Breton—, quien le tributaría un banquete de homenaje —que resultó ser, por lo que parece, una auténtica “cena de los idiotas”—.
         LE PETIT BRETON 
“[…] Deja que nuestra maleta pase con franquicia por la puerta del cielo,
Te traemos pinceles, colores y lienzos
Para que pintes en el sagrado ocio de la verdadera luz, […]”
                                                                                    Guillaume Apollinaire

   En fin, podrá seguir tildándose la pintura de Rousseau el Aduanero con el remoquete
de aniñada, pueril, incluso infantiloide; quizás se pueda seguir oyendo que técnicamente es “mal” pintor; o un eterno amateur —acudió desde1886 casi ininterrumpidamente al “Salón de los Independientes” de París—; o que no sabe dibujar —¡qué clases de dibujo daría en el barrio este buen hombre, exclamaba a mi lado un pintor!—; pero lo que es indiscutible, y lo eleva por encima de toda descalificación, es que se trata de un “gran” artista, de un “divertido” comediante —también fue dramaturgo— que convocó en el telar pintado de su carro de la farsa, en amena promiscuidad, y al ritmo de la flauta de Euterpe, a las musas del teatro en su particular museo de cera; un aduanero que se las pintó solo para poner realidad y fantasía en el fiel de la balanza del fielato; y un espíritu burlón ¿”de alma quieta”? y grotesco lirismo sonriendo con el regocijo de un jubileta que observara entre bambalinas cómo está el patio —de butacas—, y que resultó ser la parodia  terminal de un “hombre renacentista” del final de una época, un vanguardista multidisciplinar y auténtico hombre-orquesta de las artes haciendo funambulismo sobre el abismo de la crisis de la conciencia burguesa —y, por ende, realista—, en el puente entre el s. XIX y el XX que habría de volar la Gran Guerra.
         Y CUANDO DESPERTÓ EL ICTIOSAURIO TODAVÍA ESTABA ALLÍ
   Hemos salido,“sonámbulos de [buena] sombra y sueño”, extramuros del Guggenheim, hipnotizados aún por “aquellos” rousseaunianos “días azules y este sol de la infancia”, como a una virtual “Vue d’Henri Rousseau dès le quai d´Uribitarte”, expulsados Jonás o Pinocho—que tanto da en la heterogeneidad grotesca del naïf—del interior del titánico cetáceo del Museo en cuyo vientre aún se conserva fosilizado el pez Serra —¿el artista grande se come al chico?—; de ese Leviatán de titanio que, como la ballena blanca de su colega H. Melville —y es que también el autor de Moby-Dick fue profesionalmente aduanero—, avasallara a un marinero de agua dulce tragándose todas sus artes de pesca para ocultarlas, paleta-panoplia de esperma, en el camarote de su cabezota gigantesca. Y hemos añorado, al contemplar la fondona sirena varada en el fondeadero de la escultura-edificio del Museo, la improbable pintura de la fauna marina —por cuanto, más allá del cabrillear de las olas fluviales, Rousseau no pintó ni siquiera un acuarium, ni se metió, más allá de México, en esas Honduras—, que se hubiera exhibido en el castillo de proa de la nave central de fábrica postindustrial —tecnológica y teratológica— de la catedral pagana —y bien pagá:13 euros— del Arte contemporáneo que es el Guggenheim. Y se nos ha antojado ver, en un homenaje póstumo —que un siglo no es nada—, un dirigible submarino, un artilugio aerostático sumergible, un artefacto de aquellos que hacían las delicias de Rousseau, en este reluciente ictiosaurio de metal que  da sombra a la mascota Puppy —¿o es Peggy, en homenaje póstumo, a su vez, al amor a los perros con que se enterró en Venecia la sobrina del coleccionista, en esta mastaba a la orilla del canal de Bilbao?—, disecado —y floreal en su eterna primavera manierista de Arcimboldo—, en el eterno domingo inactual que es el verano de azul Bilbao y solysombra de la infancia con la vista fija en el muelle de Uribitarte, desde las alturas, por Rousseau el Aduanero.
                                                 

*No son ni mucho menos éstos los únicos grandes cuadros más representativos ausentes de esta muestra. Así, en el tema bélico, y a falta de la estremecedora menina y amazona apocalíptica de “La guerra”, ha habido que conformarse con esa amable foto de la mili;
en el retrato, a falta del de “Joseph Brummel”, del “de niño” o el magnífico autorretrato “Yo mismo. Retrato-paisaje”, con los cameos de Rousseau que, como caras de Bélmez, reaparecen por doquier –clonados, en juego de personalidad múltiple, en Los jugadores replicantes-; en el nutrido parque zoológico, se echa en falta “Lucha entre un tigre y un búfalo”; y en su obra de testimonio cívico y canto al progreso de su país, y a falta de el “Centenario de la Independencia”, “La Libertad invita a los artistas” o los aerostatos y otros ingenios de la tecnología más avanzada exhibidos en las Exposición Internacional, esa pequeña gran obra maestra que es “Vista de Malakoff” (1908), umbrío paisaje de un atardecer en las afueras que teje su punto de fuga con los hilos del tendido del telégrafo.

Carlos

León hambriento atacando un antílope

Rouseau

Vista de la isla de Saint-Louis desde el muelle Henri IV

Rouseau

Artilleros

Rouseau

Una noche de carnaval

Rouseau

Los jugadores de fútbol

Rouseau

Cuarteto feliz

Rouseau

Retrato del señor X (Pierre Loti)

 

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