Pretendo escribir una novela sobre todo esto. Anoche Terence me preguntó qué sentido tendrá recordarlo cuando acabe. En el fondo no hay respuesta, supongo que sólo la vanidad de ser portavoz. De todas formas esta mañana lo han matado y eso excusa responderle.
El sargento Pulleine reparte la comida y cuenta las salchichas como si fuesen munición. Matamos al enemigo con salchichas. Cada trabajo es importante, incluso contar la comida que nos llega y dividirla por el número de soldados que quedamos. Terence no cuenta en el reparto de hoy.
He pensado escribir acerca de la última ofensiva, pero avanzamos y retrocedemos sin perspectiva alguna. Alguien dirige un baile del que sólo somos los zapatos. Posiblemente hayamos cambiado la historia, pero la historia no nos pertenece. No tiene sentido escribir sobre lo que no comprendo, es mejor dejar que otro la escriba.
Relatar la vida de otros es mejor. Recuerdo que Frederic Pope creía que los alemanes tenían seis dedos. Lo cierto es que no sabía contar, pero tampoco se le ocurrió comparar con la suya la mano de los alemanes muertos que había por el suelo. Lo de los seis dedos era la leyenda que antes de alistarse había escuchado allá por los pubes de Bristol, en la puerta de los que aprendió a escupir por no hacerlo dentro y siendo ese el mejor ejemplo de sus modales y su civilización.
Pero hablar de él no da para mucho más porque siempre contaba lo mismo y no admitía lo contrario. Adiós a un imbécil cuando le dispararon por detrás mientras corría con unas tenazas en las manos después de abrir una brecha en las alambradas. El sexto dedo se lo metieron bien por el culo, pero su desdicha no me sirve para contar ninguna historia.
Puede que el sargento Pulleine me dé alguna pista para mi libro, ya que es un veterano del 14 a pesar de que ahora se limite a contar las salchichas porque dice que lo mejor para soportar esta guerra es mantenerte ocupado aunque sea contando salchichas.
Le he preguntado ahora pero está sentado calculando el número de salchichas por cabeza y me ha culpado de que le he hecho perder la cuenta. Ha vuelto a empezar por la uno.
Me saco las manos del bolsillo para despertar a Melvill, que duerme acurrucado en una manta llena de sangre. Siempre hace lo mismo, no cambia la manta. Lo justifica explicando que lo peor de dormirse es despertar creyendo que has vuelto a casa, por eso cuando despierta la manta manchada de sangre le impide distraerse de su desgracia. Le zarandeo, pero se da la vuelta sin hacerme caso. Anoche estuvo de centinela. Bueno, hay que considerar que debe estar muy cansado y que, de todas formas, por mi parte tampoco tengo muchas expectativas de que me sirvan sus experiencias porque es un hombre al que no le gustan los contrastes, ni mucho menos las sorpresas. Hubiera resultado un relato aburrido.
En la trinchera la vida es monótona porque se trata de salir corriendo doscientos metros hacia el enemigo un par de veces al año y otras tantas disparar cuando ellos lo intentan. El resto del tiempo no hacemos nada. Soportamos los bombardeos constantemente y así aprendemos que la muerte no depende de nosotros a pesar de que estemos haciendo una cosa u otra, por eso nos acostumbramos a no tomar ninguna decisión. Con tanta rutina para la mayoría de soldados la guerra consiste en aprenderse dos o tres canciones y procurar acordarse de ellas para cuando lleguen a casa. La maldita Molly Malone es la preferida de los irlandeses, pero a mí la letra me parece horrible. Es penoso enamorarse de una pescadera y aún más de una pescadera ambulante cuyo pescado en verano debe apestar antes de media mañana. De todas formas es una canción pegadiza y trágica, muy apropiada para llegar a casa silbándola por el camino. Pero no me sirve escribir una canción que ya está escrita. No tengo más argumentos. Odio esta guerra.
Terence me dijo antes de que lo mataran que su sueño era ver Egipto y bailar él mismo, por reírse, la danza del vientre en un prostíbulo de El Cairo. Demasiado exótico, para alguien tan casero que zurcía sus calcetines después de lavarlos y nos mostraba sus iniciales en ellos bordadas porque decía que así sus huellas no se confundían con las del resto del mundo.
Terence debiera haber escrito él mismo su sueño en un papel y repartir copias por todo el regimiento, porque ahora nadie tomaría como cierto ese deseo tan extravagante. Tampoco a mí me sirve esa tontería para escribir mi novela. Debió no morirse, no haber estado afeitándose esta mañana cuando se acercaba un Fokker que ametralló el brillo del espejo. No tiene sentido para un libro haber dejado tan poco argumento como el de su vida.
Henry Anstey terminó de afeitar a Terence después de morir, por si algún día se cumplía la promesa de llevar a los muertos a Inglaterra y al recibir el suyo la familia se horrorizaba de ver que el lado izquierdo llevaba barba y el derecho no.
Por contar algo, se me ocurre ir a preguntarle a Anstey por sus pies. Siempre está hablando de lo que le duelen los pies a causa de la humedad y de que las uñas no le crecen porque se le pudren. Puede que resulte una buena alegoría contarlo todo desde la perspectiva de los pies dentro de las botas de un soldado. Pero Anstey se ha ido a las letrinas porque parece que no le sentaron bien unas ciruelas que recibió en un paquete que le mandaron de casa.
- Henry se ha ido a las letrinas porque parece que no le sentaron bien unas ciruelas que recibió en un paquete que le mandaron de casa –Cuenta Thomas, que está de guardia y a quien siempre le gusta explicarte lo que ya sabes.
El sargento Pulleine reparte las salchichas y le han sobrado doce. Por decir algo, le propongo partir en trozos las doce que sobran. Hay que ser prácticos, la comida es algo sencillo. Sin embargo él contesta que no, que tenemos tanta hambre que de poco nos serviría ese pellizco más. Argumenta que es mejor dejarlas apartadas para que todos veamos las doce salchichas y sintamos alivio de saber que nosotros aún seguimos vivos más de doce. Vaya estupidez. Los veteranos, perdida cualquier esperanza después de tanta guerra, inventan filosofías para no volverse locos.
Me aparto del sargento, aunque tampoco tengo muchos lugares adónde ir dentro de la trinchera.
Pretendo escribir un relato de todo esto, pero no le encuentro pies ni cabeza. Le falta solemnidad y dramatismo. Puede que me haya equivocado y que no sea ésta la guerra. Maldigo a todos por su falta de entusiasmo y dramatismo.