Me pregunto si la guerra forma parte de la educación sentimental de las naciones, si las fronteras en los mapas son las cicatrices carnales de las batallas adolescentes cuerpo a cuerpo.
Hay sangre en la tierra.
Silvi y yo entramos por los pelos (media hora antes del cierre, porque vivimos al límite) en la exposición del Círculo de Bellas Artes que incluye las imágenes bélicas captadas por Robert Capa y Gerda Taro. Nuestro tiempo apacible es el de una mañana de viernes en agosto, sin nada que hacer aparte de dejarnos arrastrar por la inercia de una ciudad medio vacía; pero el tiempo de las fotografías es otro: la guerra en blanco y negro.
España, China, Normandía, Indochina… Gerda Taro murió aplastada por un tanque en Brunete. Mientras me acerco a sus fotos cuadradas, repletas de sonrisas turbias y perfiles difusos, me digo que no es el hecho de nacer en un lugar o en otro lo que nos da derecho al sentimiento de pertenencia; es la muerte.
Dónde moriremos.
Todo lo que vivimos en tránsito llega hasta nosotros con la levedad de nuestro filtro de espectador. No quedarse es desprenderse de las huellas.
¿Qué más da el escenario que acoge los cadáveres? la meseta sin límite o la orilla de la playa: la guerra es un lugar en sí mismo. Roza los límites de la historia de amor. Hay algo en la devastación de las ciudades, en las ruinas de los edificios, en los ojos vacíos de los que huyen de las bombas, que recuerda a los desahuciados sentimentales: ya no quieren vivir más.
No hay refugio antiaéreo capaz de protegernos del horror. Nosotros lo creamos. Dibujamos un mundo de trincheras y artillería, distribuimos los soldaditos de plomo sobre el tablero y, sin darnos cuenta, nos disparamos en la boca.
El ser humano planea su autodestrucción.
El próximo noviembre sale La Fallera Cósmica libro; una recopilación de los mejores artículos del primer año de la bitácora, que publica Baile del Sol