Francisco Marcos Herrero, avezado autor salmantino, ha publicado hasta la fecha únicamente 4 o 5 libros, más por el capricho, la desidia o la llana y pura ceguera de los editores que por estricta voluntad. Finalista en numerosos premios de novela (incluido el Planeta), Marcos Herrero, no obstante, está por estética y por su concepción aún artesanal de la literatura completamente alejado de corrientes, modas, grupúsculos y experimentalis-mos, fiado única y exclusivamente a la esencial labor de contar una historia a partir del trazado psicológico de los personajes y de la utilización de elementos lingüísticos llenos de inusual riqueza verbal y expresiva, todo lo cual ha contribuido a hacer de él (ilógico mundo éste!) un “rara avis” de la pluma, un autor postergado que sólo de tarde en tarde rompe su silencio para ofrecernos un puñado de páginas cargadas de literatura y oficio. Es este el caso de la feliz reedición de la novela corta que hoy reseñamos, “El viejo y la tierra”, galardonada en 1992 con el premio Ciudad de Monleón-Manuel Díaz Luis, que en su día tuvo una edición restringida.
Partiendo de un argumento muy simple, el monólogo de un anciano que ve llegar sus últimos días repasando su vida llena de alegrías, sacrificios y mezquindades en un pequeño pueblo castellano, Marcos pone en pie no sólo un modo de vivir y pensar ya extinguidos, sino el dual enfrentamiento entre el mundo rural y el urbano (representado por el choque generacional entre el viejo y sus hijos y nueras), todo ello en un deliberado estilo delibesiano, pues no en vano el maestro vallisoletano es un claro referente en la obra de Marcos tanto en el apartado argumental como formal. El modo de la construcción sintáctica, por ejemplo, se ciñe en ocasiones a cierto tipo de habla popular que subvierte el orden de los sustantivos. La prolijidad verbológica de Marcos brilla en cada página, donde el vocabulario muestra la bruñidura de un castellano lamentablemente en desuso. Todo ello podría hacer pensar que se trata de un libro con una pátina estilística caduca, pero en realidad no es así, pues el medio expresivo, justo y adecuado al narrador, no es sólo un ejemplo vacuo de riqueza léxica ni un despliegue de estilo sin fondo, sino la música para un discurso que por sus reflexiones eternas sobre la vida y la vejez se hace atemporal.
En suma, una pequeña gran novela, humana, sensible, y escrita en plenitud de facultades por un escritor de los de verdad, sin duda merecedor de un amplio crédito.