En la imaginería popular, locura y matemáticas siempre han ido de la mano. Para la mente del profano hay algo pavoroso en el resplandeciente universo de los números, un abismo de cristal cuya exactitud acaba por disolver los tenues vínculos que unen la razón con la realidad. John Nash padecía esquizofrenia. Georg Cantor desarrolló un trastorno bipolar y llegó a creer que su temeraria exploración del infinito lo había conducido hasta Dios. En sus últimos años, la paranoia alimenticia de Kurt Gödel se exacerbó hasta el punto de que, convencido de que pretendían envenenarlo, se dejó morir de hambre.
Cuando lo encontraron, el cuerpo de Gödel pesaba apenas 30 kilos. En cambio, Alan Turing, que siempre había tenido el físico esbelto y fibroso de un maratoniano, mostró al mundo en 1954 un cadáver inflado por las hormonas al que le habían crecido los pechos. A su lado había una manzana mordisqueada y previamente sumergida en cianuro, la manzana envenenada de aquel cuento de Blancanieves que tanto le gustaba y cuya morbosa cantinela solía canturrear: Moja la manzana en el brebaje, deja que la muerte durmiente la empape…
En 2009 el primer ministro Gordon Brown pidió públicamente disculpas por la infamia a la que sometieron a Turing. Sus amigos y familiares prefirieron creer que no se había suicidado sino que murió a causa de un experimento científico fallido. Hoy sabemos que Turing no encajaba en el mundo no por sus rarezas, sino porque el mundo en general e Inglaterra en particular resultaba un escenario demasiado hipócrita y mezquino para aquel genio divertido, ingenuo y extravagante, el defensor de las máquinas, el padre de la Inteligencia Artificial, el héroe de guerra que había descifrado el código secreto nazi.
Nació en Paddington en 1912, hijo de un funcionario británico en la India que regresó a las islas y de una madre cariñosa a la que siempre estuvo muy apegado. Como muchos otros prodigios, Alan Turing no fue un alumno brillante: sus compañeros lo ignoraban, sus profesores pensaban que era retrasado. Era un chico solitario, corredor de larga distancia, apasionado por los acertijos y los números, aficionado a inventarse palabras. Aunque anhelaba el contacto humano, desde el principio estuvo condenado a la soledad, a buscar su propio camino. A los 14 años, al ingresar en el internado de Sherbone, conoció a Christopher Morcom, un muchacho sólo un año mayor que lo deslumbró. Aparte de su mejor amigo, Christopher fue también el primer amor de su vida pero murió de tuberculosis antes de que pudiera confesarle sus sentimientos.
Turing quedó destrozado. Para intentar consolarla de la pérdida, escribió cartas a la madre de Christopher en la que defendía la independencia del alma respecto a la materia y, para consolarse a sí mismo, llegó a creer que los últimos descubrimientos de la física cuántica probarían que, aunque separada de sus átomos, en alguna parte la mente de su amigo seguía existiendo.
El recuerdo de Christopher espoleó su orgullo y, como si tomara su lugar, logró ingresar en el King´s College de Cambridge. Allí estudió estadística y mecánica cuántica, mantuvo apasionadas discusiones con matemáticos y lógicos, y trazó sus propios senderos hacia descubrimientos en que, por un azar fatídico, siempre llegaba segundo. Resolvió un teorema ya resuelto por Sierpinski pero su demostración era más sencilla y elegante. En 1936 publicó un artículo que lo haría famoso, “Sobre los números computables”, donde se lanzaba contra el misterio que afectaba a la base misma de la lógica matemática, el célebre problema de la decidibilidad de Hilbert.
Para solucionarlo, Turing imaginó un sencillo sistema mecánico capaz de efectuar operaciones lógicas. La máquina de Turing no sólo podía realizar cálculos numéricos sino cualquier cosa que pudiera describirse mediante un algoritmo, una serie de instrucciones automáticas. Era el embrión directo del ordenador y consistía apenas en un rollo de papel y un tintero. Técnicamente, la máquina aún no podía construirse pero su genialidad consistía en que bastaba imaginarla para que ofreciera soluciones a problemas lógicos.
Sin embargo, nuevamente se le habían adelantado: del otro lado del Atlántico llegó un artículo firmado por Alonzo Church donde se ofrecía una solución distinta. Por suerte, Church aceptó a Turing bajo su tutela en Princeton, adonde viajó en 1938 con una beca, listo para estudiar junto a una lista de genios que incluía a Von Neumann, Hardy y Einstein. En Princeton Turing volvió a sentirse aislado. En aquel ambiente de científicos despistados destacaba gracias a su aspecto desaliñado, con el pijama bajo la chaqueta, la barba sin afeitar y las uñas sucias. No logró hablar con Einstein, Church apenas le hacía caso, Hardy lo ignoraba. Sólo el gran Von Neumann, fascinado por sus ideas, le ofreció un puesto de ayudante pero Turing prefirió volver a Inglaterra en 1939, donde súbitamente se le reclamaba para dirigir un centro de análisis criptográfico en Bletchley Park. Con la ingente labor previa de los matemáticos polacos, Turing se lanzó a romper la clave secreta de la Máquina Enigma que, entre otras cosas, cifraba el código naval de los submarinos alemanes en el Atlántico. En palabras de Dawkins, la contribución de Turing a la victoria aliada fue mayor que la de Eisenhower.
En Bletchley Park trabajaban matemáticos como Turing, ajedrecistas, jugadores de bridge. Churchill dijo al jefe del Servicio Secreto: “Cuando le dije que buscara hasta debajo de las piedras, lo decía en sentido figurado”. Fue un éxito secreto porque ni a Turing ni a nadie de su equipo les estaba permitido hablar de su trabajo. Hasta la década de los 70, en que los documentos fueron desclasificados, no se supo que le habían condecorado con la Orden del Imperio Británico. Después de la guerra, Turing trabajó en la teoría de la Inteligencia Artificial y sentó, junto a Norbert Wiener, las bases de la cibernética.
En 1952 cometió el error de denunciar un robo. La policía encontró al ladrón, un muchacho con el que Turing había mantenido relaciones. Lo acusaron de indecencia y perversión sexual (el mismo delito que arruinó a Wilde medio siglo antes) y le dieron a elegir entre un año de cárcel y la castración química. Turing, el lógico impecable, eligió mal y la dieta de estrógenos cambió su metabolismo, lo dejó impotente y lo llevó a la locura. Desconsolado, le escribió a un amigo este silogismo:
Turing cree que las máquinas piensan.
Turing yace con hombres.
Luego las máquinas no piensan.