Ayer sucedió, y no podía asimilarlo, pero hoy no me queda otra que aceptar, que la muerte llegó y el mundo no volverá a ser igual, porque un hombre de los que no abundan ha pasado a otro plano. Los creyentes hallarán refugio en su dogma, pero los que no lo somos, o por lo menos no de la manera que impera, habremos de tener el consuelo, de que la energía no se destruye, y si alguien es pura energía, puro arrebato auténtico y emocionado, ese es, José Antonio Labordeta. UN INMORTAL.
Le he admirado siempre, desde que le descubrí como cantautor, siendo yo una preadolescente inquieta. Reivindicativo y valiente, con unas letras que ponen la piel de gallina todavía. Después en la tele, con su país en la mochila, a pesar de que en esa época no me atraía demasiado la pequeña pantalla, alguna vez, quedé fascinada sobre todo por su mimetismo, fundirse con el paisaje y con el paisanaje, esa manera de impregnarlo todo de sentido común y entrega.
Su incursión en la política, he de reconocer que no me hizo mucha gracia, me sentí decepcionada, me parecía que un hombre tan libre, tan transparente, no podía verse atraído por una actividad que implica tantas concesiones. Está claro que me equivoqué, me entusiasmaba escucharle entre tanta insensatez y tanto cobarde maqueado... Con esa voz que retumbaba, transmitiendo honradez hasta la médula.
Sus paisanos aragoneses no es de extrañar que le quieran tanto y que sientan que no podía haber habido nadie mejor que él, para defender sus intereses. Para representar su esencia.
Me siento muy afortunada de tener la oportunidad y rendir este pequeño homenaje a uno de mis inmortales. Un artista que me ha hecho pensar, sentir, crecer...
Gracias.